10-09-1864
21 años tiene mi hijo ya. Tiene
una gran habilidad con el estoque y las runas, y ya me supera incluso
a mí. Ya no puedo enseñarle nada, así que me he vuelto inútil. Y
además, enfermo. Hace un par de meses que me diagnosticaron una
enfermedad muy extraña en los pulmones. Al parecer, el número de
células del izquierdo se multiplica de forma perjudicial y eso me
causa infecciones una detrás de otra. Cada vez son más graves.
Moriré pronto, aunque no sé muy bien cuándo. De momento ya he
decidido que el Mensajero Veloz se ocupará de que el plan funcione
correctamente, del cual ya tenemos la primera parte diseñada. Eso
sí, me niego a abandonar este mundo sin asegurarme de que el plan ha
sido elaborado concienzudamente. Hasta el más mínimo detalle debe
ser programado en los esquemas. Y para eso hemos contactado con el
señor Nüne, uno de los trece servidores de Todo que todavía no ha
muerto (como yo mismo o el Mensajero Veloz). Este hombre tiene la
fama de ser un gran estratega que, aunque trabajaba con el vidente
que murió el año pasado, es perfectamente capaz de desempeñar esta
tarea sin despeinarse, como ya me ha demostrado tantas veces. Este
hombre puede ganar a Todo en el ajedrez.
Lo que no sabía era que pondría
tan poca resistencia a rebelarse contra el señor. Supongo que al
morir su compañero no tuvo más remedio que abandonar a Todo,
incluso cuando él mismo había escuchado sus planes y había
elaborado hipótesis para llevarlos a cabo satisfactoriamente. Lo
único que necesitamos ahora es que Todo comience a reclutar a los
nuevos, los cuales si no me equivoco tendrán poderes, si no iguales
parecidos a los de sus antecesores, para poder captar a aquellos
relacionados con el poder de Nüne y el poder del Mensajero Veloz.
También estaría bien poder captar al vidente, y así ya tendremos
cuatro de trece de nuestro bando. Pero tengo miedo de que no me dé
tiempo. Estoy seguro de que Todo ya ha puesto el ojo en mi hijo, y
teniendo en cuenta que sus habilidades ya superan las mías y que mi
enfermedad tampoco me deja en condiciones de adiestrarle más, no
creo que tarde en intentar deshacerse de mí y del Mensajero Veloz,
si lo descubre. Por no hablar de Nüne... En fin, seguiremos
estudiando posibilidades.
Capítulo XI:
Aplastado
Demasiada
luz, siempre demasiada. El muchacho se cubrió su sombría vista con
la mano y miró hacia adelante. En el camino no había una sola
hierba visible, sin embargo, a los lados de éste y tras unas
acequias rebosantes de agua, había campos y campos de hierba fresca
de color verde profundo. Se desabrochó la sudadera y se la quitó,
acalorado. El sudor le cubría gran parte del cuerpo ahora, y
mientras el sol seguía brillando en el cielo él seguía su camino
hacia la aldea de la que procedía.
Hacía
diez días que había salido de su hogar para ir a la Ciudad Capital
a buscar comida específica para su hermana, que no toleraba los
alimentos que se vendían en el ultramarinos. Partió en tren, pero
calculó mal el dinero y no pudo pagar el viaje de vuelta, así que
estuvo dos días caminando por los senderos pecuarios de la
Provincia, intentando comer lo mínimo posible de las provisiones
para su hermana. Cuando llegó, entró en la casa que compartía con
ella y saludó.
—Hola...
Buf, qué cansancio... ¿Mirna?
Silencio.
Dejó las bolsas con los alimentos en el banco de la cocina y dio un
rodeo por la casa.
—Mirna,
¿dónde estás? ¡Mirna!
Nada.
No había nadie. Una sensación de nervios invadió el cuerpo del
joven, que en un arranque de rabia tiró una silla al suelo y gritó.
—¡¡Mirna,
me cago en la puta!! ¡Sal de donde quiera que estés! ¡¡No estoy
de humor para mierdas de estas, joder!!
Más
silencio. Volvió a ponerse la sudadera y se la abrochó tras sentir
un temblor. Hacía mucho frío ahí, y olía a cerrado. Entonces se
dio cuenta de que las persianas estaban bajadas casi del todo,
dejando entrar leves haces de luz que iluminaban a medias las
habitaciones en las que entraba, en un baile frenético de nervios,
tratando de encontrar a su adorable hermana pequeña. Sin éxito,
volvió a tirar otra de las sillas. Esta chocó con una mesita
pequeña, derribando y rompiendo el jarrón que tenía encima. De
nuevo el sudor volvió. Gritó algunas incongruencias y de repente se
puso a llorar.
—Sniff...
Me cago en todo... Mirna, ¿dónde estás...? Joder, la pastilla...
Y se
dirigió lentamente a la cocina, dando ligeros tumbos a través del
pasillo. Una vez allí, agarró con mano temblorosa un vaso de agua y
una pequeña cajita de color negro, a juego con su ropa y su pelo, y
la abrió. Dentro había unas doce pastillas de color gris claro,
pequeñas. Cogió una entre los dedos y se la tragó, ayudándose del
agua que había vertido en el vaso.
Se dio
la vuelta y se apoyó a la encimera de granito. Se agarró con la
mano izquierda a la piedra para no perder el equilibrio, y con la
derecha se echó el largo flequillo para atrás, temblando de nuevo,
y sudando. Respiró hondo un par de veces y, agarrándose de las
paredes y los marcos de las puertas, se encaminó al cuarto de su
hermana. Lo que vio allí le dejó paralizado, blanco como una pared
y sudoroso como un deportista tras haber hecho una maratón.
El
cuarto de Mirna estaba completamente vacío. Todas sus pertenencias
estaban empaquetadas, las estanterías vacías como el armario y el
colchón desnudo. El joven se derrumbó, y llorando como nunca lo
había hecho, cogió el teléfono móvil de su bolsillo y llamó a la
casera.
—¿Dígame?
—Doña
Marie, soy yo... ¿Dónde está Mirna?
—Ay,
mi niño... Baja a mi casa, anda, y te lo explico todo mejor... ¿Te
has tomado la pastilla?
—S-sí...
Sniff...
—Shhh,
no llores... Venga, baja...
Y
colgaron. El joven salió encogido de su casa, y lentamente bajó los
peldaños de la escalera de su pequeño edificio. La casera lo
esperaba abajo del todo, con las manos arrugadas y delgadas agarradas
en el pecho; el pelo recogido en un moño bajo un tanto deshecho. La
preocupación se le notaba en la cara, y mucho más al verle el
rostro al joven. Como siempre, el flequillo le tapaba los ojos, así
que no podía ver la expresión de su mirada; sin embargo vio cómo
se mordía el labio inferior y cómo brotaba una diminuta gota de
sangre. Cuando el muchacho llegó abajo, abrazó largamente a la
casera, y lloró.
—¿Dónde
está Mirna, doña Marie? ¿Dónde?
—Pasa
dentro conmigo, anda...
Ella
le pasó un brazo por el hombro para reconfortarlo y lo acompañó
dentro de la casa. Allí, él se sentó en uno de los cómodos
sillones en los que ya se había sentado más de una vez. Con ojos
ocultos pero llenos de lágrimas, se encogió todavía más, y
sollozó en silencio. La mujer estuvo un rato en la cocina, y cuando
volvió le trajo a él un chocolate caliente en una enorme taza. Se
lo entregó en la mano y él lo bebió a sorbitos.
—Verás...
Hará un poco más de una semana vino a mi casa lloriqueando. Dijo
que tenía mucha hambre, que se le había acabado la comida que podía
tomar y que tú no tenías dinero para volver de Ciudad Capital. La
cogí en brazos y la monté en mi coche, con la intención de ir a
buscarte. Recorrimos todos los caminos buscándote, pero no te
encontramos. Entonces fuimos a Ciudad Capital para buscarte por allí,
y en una de esas andábamos buscándote por la Vía del Mercader.
Allí tu hermana vio a un chico cargado con bolsas que vestía muy
parecido a ti, y ya sabes sus problemas de memoria...
—¿Qué
pasó entonces?
—Mirna
se lanzó corriendo a buscarle. El chico estaba cruzando por un paso
de peatones, y llegó a la acera de enfrente en el momento justo en
el que se ponía el semáforo en rojo. Tu hermana no lo tuvo en
cuenta y cruzó sin mirar... Y un coche se la llevó por delante.
Murió en el acto...
El
joven sintió cómo se le caía el mundo a los pies. Una sensación
de vacío y desesperación se apoderó de su alma. De repente,
comenzó a temblar de nuevo, y con él toda la casa. El aire se iba
haciendo más pesado a cada segundo que pasaba. La casera miraba a su
alrededor sorprendida y terriblemente asustada
—¡¡Un
terremoto...!!
El
muchacho se encogió más, reprimiendo lloros y gritos, y la presión
del aire aumentaba más y más, hasta el punto en el que la casera
cayó de rodillas por culpa del peso. Cada vez le costaba más
respirar, hasta el punto en que ya no le llegaba casi oxígeno a los
dientes. El joven, finalmente, levantó el rostro con un grito al
cielo, y rompió a llorar de forma estridente. El aire dejó de tener
tal presión y todo el ambiente se relajó. Lo único que se oía
eran los lloros del muchacho.
La
casera se levantó horrorizada, y huyó dando gritos pidiendo ayuda.
Al
cabo de un rato, se oyeron voces de nuevo. La casera traía a la
policía, que entró con cuidado en la casa y lo rodearon.
—¿Tú
eres el chico de la hermana atropellada?
Se
levantó a la velocidad del rayo y cogió al policía que lo había
preguntado por la camisa del uniforme, levantándolo del suelo.
—¿Y
tú puedes mostrar un poco de respeto? Ya sabes, ¡el mismo que
mostrará la gente a tu familia cuando tengan que hablar de ti!
Lo
lanzó al suelo, levantó la pierna y, sintiendo un gran peso sobre
su empeine, aplastó la cabeza del policía de un pisotón. Notó
cómo la zapatilla se le llenaba de sangre, sesos y trozos de cráneo
rotos, y puso una mueca de asco y fastidio.
—Esto
va a costar de quitar.
Los
policías que quedaban, horrorizados, sacaron las pistolas y
apuntaron hacia el muchacho. Éste los miró lentamente y levantó
los brazos con parsimonia.
—¡Ahora
p-pon los brazos sobre t-tu cabeza y a-arrodíllate en el
su-suelo!—gritó uno de ellos.
El
muchacho sonrió irónicamente, soltó una carcajada y de repente
todos ellos cayeron aplastados contra el suelo. Salió corriendo,
como no afectado por el aumento repentino de la gravedad.
Al
cabo de un rato dejó de correr, escondido en un callejón recóndito
del pueblo, tras un contenedor de basura que nunca era vaciado. La
pestilencia era insoportable, pero se puso el cuello de la camisa de
abajo sobre la boca y la nariz y así se quedó, mientras las manos
le comenzaban a temblar de nuevo. El trauma había sido demasiado
fuerte como para que una sola pastilla le alejase los síntomas de su
enfermedad. Se echó a llorar, sacando de nuevo a relucir su
bipolaridad, y tras un rato así, escuchó una voz.
—¿Por
qué lloras, chaval?
El
chico apretó el puño y la presión aumentó en el lugar donde la
voz procedía. El hombre no dijo nada más, ni se escuchó nada más,
hasta unos diez segundos más tarde, que el sonido de su voz esta vez
procedía de la parte interior del callejón, a la izquierda del
joven.
—¿Qué
es lo que intentas hacerme? Y yo que quería ayudar...
El
chico saltó de donde estaba sentado y se puso en guardia.
—¿Quién
es usted? ¿Y cómo es que ha salido de ahí? Se supone que no se
podía mover.
—¡Ja!
¿Crees que tan poco poder podrá pararme a MÍ? Qué gracioso...
—¿Me
está llamando débil, viejo gordo?—su voz estaba tintada de rabia.
—No
sólo te estoy llamado eso, sino que encima pienso que eres una
pulga. ¿Cuánto poder te crees que tienes? Y nada más acabar de
descubrirlo... Cretino presuntuoso... ¡Ja!
—¿¡Quién
es usted!?
—Mi
nombre es Todo. Y venía a pedirte ayuda, pero me estoy replanteando
dejarte aquí para que toda la policía de la Provincia te
persiga...¿Sabías que eres un estúpido?
—No
es la primera vez que me lo dicen. ¿Para qué querría usted mi
ayuda, si soy tan débil como dice?
—Porque
puedo entrenarte, y necesito poder para derrotar a mi mayor enemigo.
—¿Qué
gano yo con esto?
—Más
de lo que tienes ahora seguro. ¿O no es verdad eso de que acabas de
reventarle la cabeza a un policía?
—Tiene
usted razón.
—¿Entonces
vienes conmigo?
—Sí.
—¿Cómo
te llamas?
—No
tengo nombre.
—Mientes.
¿O si no cómo te llamaba tu querida hermana?
—El
nombre que tenía ya no sirve. Está manchado.
—Bueno,
pues nada... Te llamaré Cretino. ¿Te gusta ese nombre?
—No,
joder.
—Me
da igual, ese se te queda. Vámonos.
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