miércoles, 30 de julio de 2014

Capítulo XI

10-09-1864

21 años tiene mi hijo ya. Tiene una gran habilidad con el estoque y las runas, y ya me supera incluso a mí. Ya no puedo enseñarle nada, así que me he vuelto inútil. Y además, enfermo. Hace un par de meses que me diagnosticaron una enfermedad muy extraña en los pulmones. Al parecer, el número de células del izquierdo se multiplica de forma perjudicial y eso me causa infecciones una detrás de otra. Cada vez son más graves. Moriré pronto, aunque no sé muy bien cuándo. De momento ya he decidido que el Mensajero Veloz se ocupará de que el plan funcione correctamente, del cual ya tenemos la primera parte diseñada. Eso sí, me niego a abandonar este mundo sin asegurarme de que el plan ha sido elaborado concienzudamente. Hasta el más mínimo detalle debe ser programado en los esquemas. Y para eso hemos contactado con el señor Nüne, uno de los trece servidores de Todo que todavía no ha muerto (como yo mismo o el Mensajero Veloz). Este hombre tiene la fama de ser un gran estratega que, aunque trabajaba con el vidente que murió el año pasado, es perfectamente capaz de desempeñar esta tarea sin despeinarse, como ya me ha demostrado tantas veces. Este hombre puede ganar a Todo en el ajedrez.

Lo que no sabía era que pondría tan poca resistencia a rebelarse contra el señor. Supongo que al morir su compañero no tuvo más remedio que abandonar a Todo, incluso cuando él mismo había escuchado sus planes y había elaborado hipótesis para llevarlos a cabo satisfactoriamente. Lo único que necesitamos ahora es que Todo comience a reclutar a los nuevos, los cuales si no me equivoco tendrán poderes, si no iguales parecidos a los de sus antecesores, para poder captar a aquellos relacionados con el poder de Nüne y el poder del Mensajero Veloz. También estaría bien poder captar al vidente, y así ya tendremos cuatro de trece de nuestro bando. Pero tengo miedo de que no me dé tiempo. Estoy seguro de que Todo ya ha puesto el ojo en mi hijo, y teniendo en cuenta que sus habilidades ya superan las mías y que mi enfermedad tampoco me deja en condiciones de adiestrarle más, no creo que tarde en intentar deshacerse de mí y del Mensajero Veloz, si lo descubre. Por no hablar de Nüne... En fin, seguiremos estudiando posibilidades.


Capítulo XI: Aplastado
Demasiada luz, siempre demasiada. El muchacho se cubrió su sombría vista con la mano y miró hacia adelante. En el camino no había una sola hierba visible, sin embargo, a los lados de éste y tras unas acequias rebosantes de agua, había campos y campos de hierba fresca de color verde profundo. Se desabrochó la sudadera y se la quitó, acalorado. El sudor le cubría gran parte del cuerpo ahora, y mientras el sol seguía brillando en el cielo él seguía su camino hacia la aldea de la que procedía.
Hacía diez días que había salido de su hogar para ir a la Ciudad Capital a buscar comida específica para su hermana, que no toleraba los alimentos que se vendían en el ultramarinos. Partió en tren, pero calculó mal el dinero y no pudo pagar el viaje de vuelta, así que estuvo dos días caminando por los senderos pecuarios de la Provincia, intentando comer lo mínimo posible de las provisiones para su hermana. Cuando llegó, entró en la casa que compartía con ella y saludó.
—Hola... Buf, qué cansancio... ¿Mirna?
Silencio. Dejó las bolsas con los alimentos en el banco de la cocina y dio un rodeo por la casa.
—Mirna, ¿dónde estás? ¡Mirna!
Nada. No había nadie. Una sensación de nervios invadió el cuerpo del joven, que en un arranque de rabia tiró una silla al suelo y gritó.
—¡¡Mirna, me cago en la puta!! ¡Sal de donde quiera que estés! ¡¡No estoy de humor para mierdas de estas, joder!!
Más silencio. Volvió a ponerse la sudadera y se la abrochó tras sentir un temblor. Hacía mucho frío ahí, y olía a cerrado. Entonces se dio cuenta de que las persianas estaban bajadas casi del todo, dejando entrar leves haces de luz que iluminaban a medias las habitaciones en las que entraba, en un baile frenético de nervios, tratando de encontrar a su adorable hermana pequeña. Sin éxito, volvió a tirar otra de las sillas. Esta chocó con una mesita pequeña, derribando y rompiendo el jarrón que tenía encima. De nuevo el sudor volvió. Gritó algunas incongruencias y de repente se puso a llorar.
—Sniff... Me cago en todo... Mirna, ¿dónde estás...? Joder, la pastilla...
Y se dirigió lentamente a la cocina, dando ligeros tumbos a través del pasillo. Una vez allí, agarró con mano temblorosa un vaso de agua y una pequeña cajita de color negro, a juego con su ropa y su pelo, y la abrió. Dentro había unas doce pastillas de color gris claro, pequeñas. Cogió una entre los dedos y se la tragó, ayudándose del agua que había vertido en el vaso.
Se dio la vuelta y se apoyó a la encimera de granito. Se agarró con la mano izquierda a la piedra para no perder el equilibrio, y con la derecha se echó el largo flequillo para atrás, temblando de nuevo, y sudando. Respiró hondo un par de veces y, agarrándose de las paredes y los marcos de las puertas, se encaminó al cuarto de su hermana. Lo que vio allí le dejó paralizado, blanco como una pared y sudoroso como un deportista tras haber hecho una maratón.

El cuarto de Mirna estaba completamente vacío. Todas sus pertenencias estaban empaquetadas, las estanterías vacías como el armario y el colchón desnudo. El joven se derrumbó, y llorando como nunca lo había hecho, cogió el teléfono móvil de su bolsillo y llamó a la casera.
—¿Dígame?
—Doña Marie, soy yo... ¿Dónde está Mirna?
—Ay, mi niño... Baja a mi casa, anda, y te lo explico todo mejor... ¿Te has tomado la pastilla?
—S-sí... Sniff...
—Shhh, no llores... Venga, baja...
Y colgaron. El joven salió encogido de su casa, y lentamente bajó los peldaños de la escalera de su pequeño edificio. La casera lo esperaba abajo del todo, con las manos arrugadas y delgadas agarradas en el pecho; el pelo recogido en un moño bajo un tanto deshecho. La preocupación se le notaba en la cara, y mucho más al verle el rostro al joven. Como siempre, el flequillo le tapaba los ojos, así que no podía ver la expresión de su mirada; sin embargo vio cómo se mordía el labio inferior y cómo brotaba una diminuta gota de sangre. Cuando el muchacho llegó abajo, abrazó largamente a la casera, y lloró.
—¿Dónde está Mirna, doña Marie? ¿Dónde?
—Pasa dentro conmigo, anda...
Ella le pasó un brazo por el hombro para reconfortarlo y lo acompañó dentro de la casa. Allí, él se sentó en uno de los cómodos sillones en los que ya se había sentado más de una vez. Con ojos ocultos pero llenos de lágrimas, se encogió todavía más, y sollozó en silencio. La mujer estuvo un rato en la cocina, y cuando volvió le trajo a él un chocolate caliente en una enorme taza. Se lo entregó en la mano y él lo bebió a sorbitos.
—Verás... Hará un poco más de una semana vino a mi casa lloriqueando. Dijo que tenía mucha hambre, que se le había acabado la comida que podía tomar y que tú no tenías dinero para volver de Ciudad Capital. La cogí en brazos y la monté en mi coche, con la intención de ir a buscarte. Recorrimos todos los caminos buscándote, pero no te encontramos. Entonces fuimos a Ciudad Capital para buscarte por allí, y en una de esas andábamos buscándote por la Vía del Mercader. Allí tu hermana vio a un chico cargado con bolsas que vestía muy parecido a ti, y ya sabes sus problemas de memoria...
—¿Qué pasó entonces?
—Mirna se lanzó corriendo a buscarle. El chico estaba cruzando por un paso de peatones, y llegó a la acera de enfrente en el momento justo en el que se ponía el semáforo en rojo. Tu hermana no lo tuvo en cuenta y cruzó sin mirar... Y un coche se la llevó por delante. Murió en el acto...
El joven sintió cómo se le caía el mundo a los pies. Una sensación de vacío y desesperación se apoderó de su alma. De repente, comenzó a temblar de nuevo, y con él toda la casa. El aire se iba haciendo más pesado a cada segundo que pasaba. La casera miraba a su alrededor sorprendida y terriblemente asustada
—¡¡Un terremoto...!!
El muchacho se encogió más, reprimiendo lloros y gritos, y la presión del aire aumentaba más y más, hasta el punto en el que la casera cayó de rodillas por culpa del peso. Cada vez le costaba más respirar, hasta el punto en que ya no le llegaba casi oxígeno a los dientes. El joven, finalmente, levantó el rostro con un grito al cielo, y rompió a llorar de forma estridente. El aire dejó de tener tal presión y todo el ambiente se relajó. Lo único que se oía eran los lloros del muchacho.
La casera se levantó horrorizada, y huyó dando gritos pidiendo ayuda.

Al cabo de un rato, se oyeron voces de nuevo. La casera traía a la policía, que entró con cuidado en la casa y lo rodearon.
—¿Tú eres el chico de la hermana atropellada?
Se levantó a la velocidad del rayo y cogió al policía que lo había preguntado por la camisa del uniforme, levantándolo del suelo.
—¿Y tú puedes mostrar un poco de respeto? Ya sabes, ¡el mismo que mostrará la gente a tu familia cuando tengan que hablar de ti!
Lo lanzó al suelo, levantó la pierna y, sintiendo un gran peso sobre su empeine, aplastó la cabeza del policía de un pisotón. Notó cómo la zapatilla se le llenaba de sangre, sesos y trozos de cráneo rotos, y puso una mueca de asco y fastidio.
—Esto va a costar de quitar.
Los policías que quedaban, horrorizados, sacaron las pistolas y apuntaron hacia el muchacho. Éste los miró lentamente y levantó los brazos con parsimonia.
—¡Ahora p-pon los brazos sobre t-tu cabeza y a-arrodíllate en el su-suelo!—gritó uno de ellos.
El muchacho sonrió irónicamente, soltó una carcajada y de repente todos ellos cayeron aplastados contra el suelo. Salió corriendo, como no afectado por el aumento repentino de la gravedad.

Al cabo de un rato dejó de correr, escondido en un callejón recóndito del pueblo, tras un contenedor de basura que nunca era vaciado. La pestilencia era insoportable, pero se puso el cuello de la camisa de abajo sobre la boca y la nariz y así se quedó, mientras las manos le comenzaban a temblar de nuevo. El trauma había sido demasiado fuerte como para que una sola pastilla le alejase los síntomas de su enfermedad. Se echó a llorar, sacando de nuevo a relucir su bipolaridad, y tras un rato así, escuchó una voz.
—¿Por qué lloras, chaval?
El chico apretó el puño y la presión aumentó en el lugar donde la voz procedía. El hombre no dijo nada más, ni se escuchó nada más, hasta unos diez segundos más tarde, que el sonido de su voz esta vez procedía de la parte interior del callejón, a la izquierda del joven.
—¿Qué es lo que intentas hacerme? Y yo que quería ayudar...
El chico saltó de donde estaba sentado y se puso en guardia.
—¿Quién es usted? ¿Y cómo es que ha salido de ahí? Se supone que no se podía mover.
—¡Ja! ¿Crees que tan poco poder podrá pararme a MÍ? Qué gracioso...
—¿Me está llamando débil, viejo gordo?—su voz estaba tintada de rabia.
—No sólo te estoy llamado eso, sino que encima pienso que eres una pulga. ¿Cuánto poder te crees que tienes? Y nada más acabar de descubrirlo... Cretino presuntuoso... ¡Ja!
—¿¡Quién es usted!?
—Mi nombre es Todo. Y venía a pedirte ayuda, pero me estoy replanteando dejarte aquí para que toda la policía de la Provincia te persiga...¿Sabías que eres un estúpido?
—No es la primera vez que me lo dicen. ¿Para qué querría usted mi ayuda, si soy tan débil como dice?
—Porque puedo entrenarte, y necesito poder para derrotar a mi mayor enemigo.
—¿Qué gano yo con esto?
—Más de lo que tienes ahora seguro. ¿O no es verdad eso de que acabas de reventarle la cabeza a un policía?
—Tiene usted razón.
—¿Entonces vienes conmigo?
—Sí.
—¿Cómo te llamas?
—No tengo nombre.
—Mientes. ¿O si no cómo te llamaba tu querida hermana?
—El nombre que tenía ya no sirve. Está manchado.
—Bueno, pues nada... Te llamaré Cretino. ¿Te gusta ese nombre?
—No, joder.
—Me da igual, ese se te queda. Vámonos.

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