domingo, 15 de marzo de 2015

[Relato independiente] - La naturaleza de las cosas

Te despiertas en la entrada de un bosquecillo. No, no es un bosquecillo, es una aldea, llena de árboles que flanquean los caminos como los grandes pilares que sostienen una etérea bóveda de hojas de pino y viento fresco. La espesura de estos es tal que no te deja ver con claridad las casas, todas muy pequeñas, escondidas entre el resto de maleza como si se ocultaran de algo que viene a comérselas. Como hormigas, frenéticas porque han notado una ráfaga de viento inusualmente cálida. Las casas también transmiten la idea de sentirse frenéticas. ¿Tal vez sea porque acabas de llegar? Quién sabe.

No recuerdas cómo has llegado hasta ahí. Tan solo sabes que estás, y cuando miras hacia detrás sólo ves campos y campos con casas semiderruidas. No hay nadie allí. Estás completamente solo.

 No, no lo estás. Tienes las casas. Y los pinos.

Sin saber muy bien qué hacer, comienzas a caminar por el sendero. Huele bien, a humedad de lluvia. Tan sólo se oye el silbar del aire entre las ramas y entre las casas tímidas. Miras por encima de las verjas de piedra bajas para ver si alguien se asoma a una ventana o cierra una cortina, pero nada. Todas las casas están cerradas a cal y canto. Empiezas a sentir un ligero temor, que se acrecienta cuando oyes lo que empiezas a oír en el preciso instante en el que divisas la curva que sube hacia arriba, en una cuesta.

Largas y melancólicas notas en tono grave de algo que podría ser una flauta resuenan en los huecos de las vallas, en las piedras del camino y en los cristales de las ventanas de las casas. Son suaves y ligeras, casi como caricias. Pero son caricias tristes, lamentos. Te recorre un escalofrío. Pestañeas. Y, de repente, una intensa niebla te ha rodeado, y los pinos han desaparecido. Estás en un campo de flores, bañado de una luz crepuscular que no parece acabar nunca. El cielo es de color naranja, y las estrellas brillan de color verde. Miras a tu alrededor y la niebla te impide mirar más allá de unos dos metros de distancia. Desesperado, te sientas en el suelo. Oyes susurros. Miras hacia arriba. Ves muchas lunas.

De repente, los susurros cesan, y se empieza a oír la flauta de nuevo, esta vez más cerca. Y más siniestra que antes, por algún motivo. Asustado, te levantas y echas a correr, pero te detienes en seco. No sabes de dónde proviene el sonido. No sabes dónde estás. No puedes huir.

Miras hacia todos lados. A tu derecha comienzas a ver algo que parece una sombra y que se acerca hacia ti a través de la nube. Se mueve con la ligereza de una hoja al viento y con la elegancia un cisne que levanta el vuelo. Cuando por fin sale de las sombras de la niebla, ves a una joven vestida con un manto negro hasta los pies, con adornos geométricos y figuras extrañas en color naranja. La prenda de ropa está abierta, por lo que puedes ver un vestido ceñido y largo que se funde con el aire al llegar al suelo, creando pequeñas volutas de humo, y los pies descalzos de la dama. Su piel es grisácea, y su pelo, negro como el carbón. Sus ojos son de todos los colores del mundo, muy grandes, y enarcados por ojeras. Lleva una espada atada a la cintura de colores claros y suaves, desentonando con el resto de su estética, pero eso no le resta belleza. Te quedas embobado.
—¿Qué?—pregunta ella. Su voz suena extraña. Son los gorgoteos de una pequeña fuente cuyo agua repiquetea en la fría piedra. Son los trinos de las golondrinas en primavera. Es el aceite de oliva, suave y precioso.

No te atreves a contestar. Pestañeas.

Lo siguiente que ves es una duendecilla, donde estaba la dama de antes. Viste casi exactamente igual, pero lleva una máscara apartada de la cara. Sonríe levemente durante un instante.
—¿A que esto no te lo esperabas?
Vuelve a ponerse seria.
—Por desgracia, nadie lo hace.

De nuevo, no te atreves a contestar. Pestañeas otra vez.

El aspecto de la dama ha cambiado de nuevo. Ahora es una joven de pelo castaño y piel clara como la luna. Sus labios son carnosos y enmarcan una boca pequeña, diminuta, y las comisuras, hacia abajo, le dan un aspecto triste. Los ojos siguen siendo igual de grandes, y las ojeras igual, pero esta vez el manto ha cambiado para dar paso a una gabardina larga, cerrada, que se levanta por abajo para dejar bailar con la brisa a una falda. Ambas piezas de ropa son de tonos rosados, y los pies están ahora cubiertos por unas medias a rayas de color violeta y turquesa. Ahora la espada al cinto casa perfectamente con las tonalidades de la estética de su portadora, y la inquietud de que no estuviera donde debiere desaparece de tu mente. Ese es el lugar que le corresponde. Lo sabes. Lo sabéis.
—¿Sabes qué es este sitio?
Intentas responder, pero no hay voz que dé vida a tus palabras. Como resultado, sólo mueves la boca, resultando un tanto estúpido. Ella se ríe.
—Claro que no. Nadie lo sabe.

La niebla se disipa y entonces ves la entrada a la arboleda de antes y las casas semiderruidas. Ella comienza a caminar hacia el bosquecillo, y tú la sigues automáticamente. Te fijas en que en la mano lleva una flauta travesera de plata. Así que era ella después de todo.

Cuando por fin llegáis a la arboleda, ella comienza a caminar tocando su canción. Las tristes notas vuelven a resonar en los cristales de las frenéticas casas, en las piedras de los caminos y en los troncos de los árboles. El aire parece moverse al compás de la canción que la muchacha está tocando, y tu corazón se parte en dos al ver una lágrima recorriendo su mejilla.

Sube por la cuesta de la curva de antes y la sigues. Ella va cada vez más deprisa, y tú, exhausto, la sigues como puedes. Sin detenerte. No se te pasa por la cabeza ni un solo instante.

Al final llegáis a un claro donde hay un pequeño jardín. Hay un chalet de los que podrías encontrar en una urbanización a las afueras de una ciudad. Está también semiderruido, pero hay una entrada a un sótano que está medio tapada por la maleza. La joven se ha detenido delante y te observa, impertérrita.
—Hace tiempo que nadie llega hasta aquí. Al menos tan rápido.
Entre respiraciones entrecortadas, intentas responder a eso, pero tampoco puedes. Te sientas en el suelo y miras hacia el cielo, de color naranja crepuscular, casi ignorando a la bella mujer que te observa desde el otro lado del jardín.
—Pero este no es el punto importante.
La miras, descolocado. ¿Tanto esfuerzo y llegar hasta aquí no es tan importante como al parecer? Te frustras. Pero al mirarla a la cara se te pasa.

Cuando por fin recuperas el aliento, te levantas y te acercas a ella. Estás a un metro de distancia de su persona cuando ella levanta la palma de la mano y te pide que te detengas en silencio. Obedeces.
—Antes de que sigas, tengo que decirte de que las cosas que vas a ver aquí no son las cosas a las que estás acostumbrado.
Pones cara de sarcasmo. Ya has visto varias cosas increíbles a lo largo de tu corta visita a aquel mágico lugar.
—No pongas esa cara. Eso que has visto no es a lo que me refiero—su voz ahora suena dura. Te estremeces—. Me refiero a cosas que pasan en tu mundo. Cosas en las que nadie se fija, que pasan desapercibidas a lo largo del tiempo.
La miras directamente a los ojos. Ella te sostiene la mirada durante un rato, pero finalmente se rinde.
—Supongo que estás decidido a venir. Bien pues, acompáñame.

Entráis lado a lado en el sótano. Al principio no se ve nada, pero ella saca un diminuto candil de su bolsillo e ilumina el lugar con una luz de color rojo anaranjado.

Es un pasillo lleno de ramas rotas y hojas de pino. El suelo está roto en algunas zonas, y el techo se derrumba ligeramente en otras. Ella esquiva estos obstáculos con gracilidad, mientras que tú lo haces con cierta torpeza. El pasillo continúa hacia abajo, en unas escaleras interminables.en forma de caracol, metálicas. Te agarras como puedes a la pared, pero no puedes bajar al ritmo de tu acompañante y al final te quedas envuelto en la oscuridad. Ella vuelve y te mira con carita de pena, y reduce el ritmo.

Cuando por fin llegáis abajo del todo, ella enciende unas luces con un regulador que hay en la pared y todo se llena del color de su pequeño candil. Ves una enorme estructura metálica esférica que da vueltas sobre varias monturas. La complejidad del mecanismo te asombra y te acercas para observarla más de cerca, pero la joven te detiene.
—No—dice, muy seria—. No te acerques. Está enfadado.
La miras sin comprender. Entonces ella te sonríe.
—Esta es una de las cosas en las que nadie se fija—dice con ternura—. En la rabia de las cosas. Tan sólo les importa la furia de las personas por las consecuencias que les pueda acarrear. Pero la furia de las cosas es más importante. Esta ira mueve el mundo. Mueve las cosas. Hace que todo sea como es.
Sigues sin comprender. Ella asiente y se te lleva de la sala, y mientras tanto, intenta explicarte a lo que se refiere.

—La ira, como el resto de sentimientos y sensaciones, es muy poderosa. Estas sensaciones que dan forma a nuestra percepción del mundo luego son las que indirectamente nos mueven a crear nuestro pequeño universo y a darle forma. Y no sólo los humanos las tienen, sino que las cosas también. La luna, las piedras, el aire y el suelo que respiras. Todo siente, todo está conectado y todo está relacionado. Así nos movemos, y así se mueven ellos. De este modo, queda un equilibrio establecido. Un equilibrio que es necesario comprender para guiar, cuidar y vigilar.

Continuáis por el pasillo, el cual se va bifurcando y haciéndose completamente diferente conforme vais avanzando. A veces ves tuberías en las paredes, las cuales tu acompañante también te impide tocar; otras son ventiladores, y otras están adornadas con cuadros que representan personas. Finalmente llegáis a una sala de estar ricamente decorada, donde la joven se sienta muy recta en uno de los sillones y se permite el lujo de servirse una taza del té que hay en una tetera sobre una bandeja.
—Sírvete si quieres.
Te sirves una taza y te sientas en otro sofá. Miras alrededor y te fijas en una sartén que hay sobre una cómoda. Te vuelves a levantar con la taza en la mano y acaricias el utensilio de cocina con los dedos. La dama no te lo impide. Te giras y la miras, inquisitivo.
—Sí, parece fuera de lugar—se levanta y deja la taza en su sitio—, pero no lo está.

Ella también se acerca a la sartén y la mira con ternura.

—Esta sartén además tiene un secreto—tuerce la cabeza y un mechón de pelo le acaricia la mejilla—. A veces pasa. Tienen secretos, y no te los pueden contar. Lo que sí que me ha dicho es que es un secreto de amor. Siente amor.
Miras de nuevo la sartén y la sigues acariciando. Te sientes bien contigo mismo.

De repente la joven tira de tu brazo y te saca corriendo de la estancia. Oyes un leve coro, pero no estás seguro. Ella está eufórica y corre esquivando obstáculos del suelo y el techo, girando esquinas y prácticamente volando sobre el pavimento destrozado. Su alegría y su elegancia te llenan el corazón y antes de que puedas darte cuenta estás corriendo con ella, riendo como un loco y siguiendo la música que ahora, sin duda, escuchas venir de alguna de las recónditas salas.

Al final del recorrido hay un auditorio lleno de luces que flotan. Es un espectáculo sobrecogedor. Todas las luces cantan a coro una canción que te pone los pelos de punta, y llena tus venas y tu mente de felicidad y alegría, pero también un poco de tristeza. Te encoges un poco y la miras a ella, que baila entre todas esas luces y vibra junto a ellas. Sus movimientos son torpes, como de quien no ha bailado jamás, pero a la vez hermosos y elegantes. Nada de lo que hay allí escapa a su dominio; todo la complementa y forma parte de ella. De repente la entiendes un poco mejor, y notas que, aunque también parece fuera de lugar, no lo está. Desprende amor y pasión, tristeza y melancolía, ira y furia, amor y sufrimiento. Es débil y fuerte a la vez. Es una tormenta y un día soleado al mismo tiempo. Estás en sus dominios y a su merced, y ella controla el flujo de las cosas allí. Ella vigila y se encarga de que todo tenga su lugar, su sitio, y vive allí como una cosa más que guarda secretos y siente emociones. El mundo se mueve en torno a ella y ella se mueve en torno al mundo, en doble espiral. Es casi perfecto.

Cuando se siente cansada, se acerca a ti, rebosante de alegría, y se te lleva a otro sitio. Es un lago subterráneo donde la luz crepuscular desciende en ligeros rayos que pinchan la superficie del agua desde unas grietas de la pared. Se moja los pies y se sienta en la orilla, acariciando los rayos de luna con los dedos.
—Ya te has dado cuenta, ¿verdad? Eres rápido.
Se reclina sobre su espalda.
—No hay mucha gente que haya llegado hasta aquí. Y ninguno de ellos sabe orientarse todavía. Tú quizás aprendas con el tiempo y la observación, pero realmente no lo creo. Aquí todo cambia. Todo se mueve, tiene su propio ritmo, y el ritmo hay que respetarlo. Así es como las cosas son, y así es como deberán ser.
Ahora te mira.
—Ahora debes decidir si quieres formar parte de todo esto. Si quieres tener tu propio lugar aquí. Debes decirme si quieres que tus secretos, misterios, rompecabezas y sentimientos se queden con nosotros.
Se mira los pies.
—Por supuesto, no te fuerzo a que digas que sí. La verdad es que ninguno ha dicho que no, porque todos son conscientes de que todos tenemos secretos y sentimientos, y quieren formar parte de algo que es más grande y que también es ellos. Yo también, por supuesto, aunque de eso ya te habías dado cuenta. ¿No?
Asientes con la cabeza y miras los haces de luz. Extiendes la mano hacia uno de ellos. Lo tocas y un calor extraño te inunda el pecho. Es una sensación reconfortante. Ella te mira con sus ojos de mil colores desde abajo. Finalmente te sientas.
—¿Has tomado tu decisión ya?
Asientes con la cabeza.
—¿Y qué vas a hacer?
Sientes que un escalofrío recorre tu espalda y, tras muchos intentos, ves que puedes hablar cuando articulas la sencilla frase que contesta a su pregunta.
—Me quedaré.
Ella sonríe levemente y te acaricia la mejilla. Después te la besa. Luego te coge de la mano y te guía por más salas. Esta vez ves a más personas, que te saludan con la mano. Ves a dos chicas bajitas que están sentadas en un banco de piedra, mirando el crepúsculo eterno a través de una ventana acristalada. Luego ves a otra leyendo muchos libros a la vez en una pequeña biblioteca, y después ves a varios jóvenes discutiendo en silencio sobre cuál de las estrellas verdes que hay arriba en el cielo es la más bonita. Finalmente te presenta la salida, y vuelve a besarte la mejilla.
—Ahora que has decidido quedarte, eres libre de explorar el resto. Y qué mejor lugar para ello que empezar por el principio.
—Aún no he comprendido del todo la naturaleza de las cosas.
—Yo tampoco, pero formo parte de ellas. Así que eso quiere decir que tampoco me conozco a mí misma—sonríe—, ¡pero eso es imposible, porque todo esto soy yo!
—Entonces...
—El verdadero conocimiento está dentro de nosotros. Sólo hay que buscarlo y a partir de ahí empezar a comprenderlo. Aquí estoy yo, y este es mi sitio. Puedes quedarte aquí y explorarlo mejor para comprender la naturaleza de mis cosas, por si eso te sirve para comprender la naturaleza de las tuyas. Pero, al final, todas las cosas son lo mismo, y todos tenemos que cuidar de que el flujo del mundo continúe estable y no se dé la vuelta.
—Parece muy complejo.
—No lo es. Sólo es cuestión de esperar, y de hacer las cosas cuando se deben hacer. Todo a su debido tiempo. No te apresures, ni hagas cosas innecesarias. No merece la pena. Recuerda que tú manejas el mundo, pero el mundo también te maneja a ti.
—Sigo sin...
—Shhh... El crepúsculo se acabará haciendo oscuro de aquí a un rato—posa su dedo sobre tus labios, suavemente—. Ahora es momento de comprender, no de escuchar. ¡Corre!

Ella desaparece entre los túneles y pasillos, y cuando intentas seguirla te pierdes. En lugar de intentar volver por donde has venido, metes las manos en los bolsillos y continúas caminando por el laberinto. Aún te quedan muchas cosas que comprender, y hoy es un buen día para ello.

***

Lo primero que haces nada más despertarte es mirar la hora. No es tan tarde. Luego notas un peso en tu hombro derecho y cuando miras la ves a ella, durmiendo plácidamente con la boca entreabierta y la respiración acompasada y un tanto ruidosa. No puedes evitar pensar que es bella. Por dentro y por fuera.

Y ahora además la entiendes un poco mejor, y comprendes que, como tú, ella también está un poco dañada. Por dentro. Y eso hace que te sientas mejor contigo mismo, porque a la vez tú también te comprendes.