miércoles, 30 de julio de 2014

Capítulo XI

10-09-1864

21 años tiene mi hijo ya. Tiene una gran habilidad con el estoque y las runas, y ya me supera incluso a mí. Ya no puedo enseñarle nada, así que me he vuelto inútil. Y además, enfermo. Hace un par de meses que me diagnosticaron una enfermedad muy extraña en los pulmones. Al parecer, el número de células del izquierdo se multiplica de forma perjudicial y eso me causa infecciones una detrás de otra. Cada vez son más graves. Moriré pronto, aunque no sé muy bien cuándo. De momento ya he decidido que el Mensajero Veloz se ocupará de que el plan funcione correctamente, del cual ya tenemos la primera parte diseñada. Eso sí, me niego a abandonar este mundo sin asegurarme de que el plan ha sido elaborado concienzudamente. Hasta el más mínimo detalle debe ser programado en los esquemas. Y para eso hemos contactado con el señor Nüne, uno de los trece servidores de Todo que todavía no ha muerto (como yo mismo o el Mensajero Veloz). Este hombre tiene la fama de ser un gran estratega que, aunque trabajaba con el vidente que murió el año pasado, es perfectamente capaz de desempeñar esta tarea sin despeinarse, como ya me ha demostrado tantas veces. Este hombre puede ganar a Todo en el ajedrez.

Lo que no sabía era que pondría tan poca resistencia a rebelarse contra el señor. Supongo que al morir su compañero no tuvo más remedio que abandonar a Todo, incluso cuando él mismo había escuchado sus planes y había elaborado hipótesis para llevarlos a cabo satisfactoriamente. Lo único que necesitamos ahora es que Todo comience a reclutar a los nuevos, los cuales si no me equivoco tendrán poderes, si no iguales parecidos a los de sus antecesores, para poder captar a aquellos relacionados con el poder de Nüne y el poder del Mensajero Veloz. También estaría bien poder captar al vidente, y así ya tendremos cuatro de trece de nuestro bando. Pero tengo miedo de que no me dé tiempo. Estoy seguro de que Todo ya ha puesto el ojo en mi hijo, y teniendo en cuenta que sus habilidades ya superan las mías y que mi enfermedad tampoco me deja en condiciones de adiestrarle más, no creo que tarde en intentar deshacerse de mí y del Mensajero Veloz, si lo descubre. Por no hablar de Nüne... En fin, seguiremos estudiando posibilidades.


Capítulo XI: Aplastado
Demasiada luz, siempre demasiada. El muchacho se cubrió su sombría vista con la mano y miró hacia adelante. En el camino no había una sola hierba visible, sin embargo, a los lados de éste y tras unas acequias rebosantes de agua, había campos y campos de hierba fresca de color verde profundo. Se desabrochó la sudadera y se la quitó, acalorado. El sudor le cubría gran parte del cuerpo ahora, y mientras el sol seguía brillando en el cielo él seguía su camino hacia la aldea de la que procedía.
Hacía diez días que había salido de su hogar para ir a la Ciudad Capital a buscar comida específica para su hermana, que no toleraba los alimentos que se vendían en el ultramarinos. Partió en tren, pero calculó mal el dinero y no pudo pagar el viaje de vuelta, así que estuvo dos días caminando por los senderos pecuarios de la Provincia, intentando comer lo mínimo posible de las provisiones para su hermana. Cuando llegó, entró en la casa que compartía con ella y saludó.
—Hola... Buf, qué cansancio... ¿Mirna?
Silencio. Dejó las bolsas con los alimentos en el banco de la cocina y dio un rodeo por la casa.
—Mirna, ¿dónde estás? ¡Mirna!
Nada. No había nadie. Una sensación de nervios invadió el cuerpo del joven, que en un arranque de rabia tiró una silla al suelo y gritó.
—¡¡Mirna, me cago en la puta!! ¡Sal de donde quiera que estés! ¡¡No estoy de humor para mierdas de estas, joder!!
Más silencio. Volvió a ponerse la sudadera y se la abrochó tras sentir un temblor. Hacía mucho frío ahí, y olía a cerrado. Entonces se dio cuenta de que las persianas estaban bajadas casi del todo, dejando entrar leves haces de luz que iluminaban a medias las habitaciones en las que entraba, en un baile frenético de nervios, tratando de encontrar a su adorable hermana pequeña. Sin éxito, volvió a tirar otra de las sillas. Esta chocó con una mesita pequeña, derribando y rompiendo el jarrón que tenía encima. De nuevo el sudor volvió. Gritó algunas incongruencias y de repente se puso a llorar.
—Sniff... Me cago en todo... Mirna, ¿dónde estás...? Joder, la pastilla...
Y se dirigió lentamente a la cocina, dando ligeros tumbos a través del pasillo. Una vez allí, agarró con mano temblorosa un vaso de agua y una pequeña cajita de color negro, a juego con su ropa y su pelo, y la abrió. Dentro había unas doce pastillas de color gris claro, pequeñas. Cogió una entre los dedos y se la tragó, ayudándose del agua que había vertido en el vaso.
Se dio la vuelta y se apoyó a la encimera de granito. Se agarró con la mano izquierda a la piedra para no perder el equilibrio, y con la derecha se echó el largo flequillo para atrás, temblando de nuevo, y sudando. Respiró hondo un par de veces y, agarrándose de las paredes y los marcos de las puertas, se encaminó al cuarto de su hermana. Lo que vio allí le dejó paralizado, blanco como una pared y sudoroso como un deportista tras haber hecho una maratón.

El cuarto de Mirna estaba completamente vacío. Todas sus pertenencias estaban empaquetadas, las estanterías vacías como el armario y el colchón desnudo. El joven se derrumbó, y llorando como nunca lo había hecho, cogió el teléfono móvil de su bolsillo y llamó a la casera.
—¿Dígame?
—Doña Marie, soy yo... ¿Dónde está Mirna?
—Ay, mi niño... Baja a mi casa, anda, y te lo explico todo mejor... ¿Te has tomado la pastilla?
—S-sí... Sniff...
—Shhh, no llores... Venga, baja...
Y colgaron. El joven salió encogido de su casa, y lentamente bajó los peldaños de la escalera de su pequeño edificio. La casera lo esperaba abajo del todo, con las manos arrugadas y delgadas agarradas en el pecho; el pelo recogido en un moño bajo un tanto deshecho. La preocupación se le notaba en la cara, y mucho más al verle el rostro al joven. Como siempre, el flequillo le tapaba los ojos, así que no podía ver la expresión de su mirada; sin embargo vio cómo se mordía el labio inferior y cómo brotaba una diminuta gota de sangre. Cuando el muchacho llegó abajo, abrazó largamente a la casera, y lloró.
—¿Dónde está Mirna, doña Marie? ¿Dónde?
—Pasa dentro conmigo, anda...
Ella le pasó un brazo por el hombro para reconfortarlo y lo acompañó dentro de la casa. Allí, él se sentó en uno de los cómodos sillones en los que ya se había sentado más de una vez. Con ojos ocultos pero llenos de lágrimas, se encogió todavía más, y sollozó en silencio. La mujer estuvo un rato en la cocina, y cuando volvió le trajo a él un chocolate caliente en una enorme taza. Se lo entregó en la mano y él lo bebió a sorbitos.
—Verás... Hará un poco más de una semana vino a mi casa lloriqueando. Dijo que tenía mucha hambre, que se le había acabado la comida que podía tomar y que tú no tenías dinero para volver de Ciudad Capital. La cogí en brazos y la monté en mi coche, con la intención de ir a buscarte. Recorrimos todos los caminos buscándote, pero no te encontramos. Entonces fuimos a Ciudad Capital para buscarte por allí, y en una de esas andábamos buscándote por la Vía del Mercader. Allí tu hermana vio a un chico cargado con bolsas que vestía muy parecido a ti, y ya sabes sus problemas de memoria...
—¿Qué pasó entonces?
—Mirna se lanzó corriendo a buscarle. El chico estaba cruzando por un paso de peatones, y llegó a la acera de enfrente en el momento justo en el que se ponía el semáforo en rojo. Tu hermana no lo tuvo en cuenta y cruzó sin mirar... Y un coche se la llevó por delante. Murió en el acto...
El joven sintió cómo se le caía el mundo a los pies. Una sensación de vacío y desesperación se apoderó de su alma. De repente, comenzó a temblar de nuevo, y con él toda la casa. El aire se iba haciendo más pesado a cada segundo que pasaba. La casera miraba a su alrededor sorprendida y terriblemente asustada
—¡¡Un terremoto...!!
El muchacho se encogió más, reprimiendo lloros y gritos, y la presión del aire aumentaba más y más, hasta el punto en el que la casera cayó de rodillas por culpa del peso. Cada vez le costaba más respirar, hasta el punto en que ya no le llegaba casi oxígeno a los dientes. El joven, finalmente, levantó el rostro con un grito al cielo, y rompió a llorar de forma estridente. El aire dejó de tener tal presión y todo el ambiente se relajó. Lo único que se oía eran los lloros del muchacho.
La casera se levantó horrorizada, y huyó dando gritos pidiendo ayuda.

Al cabo de un rato, se oyeron voces de nuevo. La casera traía a la policía, que entró con cuidado en la casa y lo rodearon.
—¿Tú eres el chico de la hermana atropellada?
Se levantó a la velocidad del rayo y cogió al policía que lo había preguntado por la camisa del uniforme, levantándolo del suelo.
—¿Y tú puedes mostrar un poco de respeto? Ya sabes, ¡el mismo que mostrará la gente a tu familia cuando tengan que hablar de ti!
Lo lanzó al suelo, levantó la pierna y, sintiendo un gran peso sobre su empeine, aplastó la cabeza del policía de un pisotón. Notó cómo la zapatilla se le llenaba de sangre, sesos y trozos de cráneo rotos, y puso una mueca de asco y fastidio.
—Esto va a costar de quitar.
Los policías que quedaban, horrorizados, sacaron las pistolas y apuntaron hacia el muchacho. Éste los miró lentamente y levantó los brazos con parsimonia.
—¡Ahora p-pon los brazos sobre t-tu cabeza y a-arrodíllate en el su-suelo!—gritó uno de ellos.
El muchacho sonrió irónicamente, soltó una carcajada y de repente todos ellos cayeron aplastados contra el suelo. Salió corriendo, como no afectado por el aumento repentino de la gravedad.

Al cabo de un rato dejó de correr, escondido en un callejón recóndito del pueblo, tras un contenedor de basura que nunca era vaciado. La pestilencia era insoportable, pero se puso el cuello de la camisa de abajo sobre la boca y la nariz y así se quedó, mientras las manos le comenzaban a temblar de nuevo. El trauma había sido demasiado fuerte como para que una sola pastilla le alejase los síntomas de su enfermedad. Se echó a llorar, sacando de nuevo a relucir su bipolaridad, y tras un rato así, escuchó una voz.
—¿Por qué lloras, chaval?
El chico apretó el puño y la presión aumentó en el lugar donde la voz procedía. El hombre no dijo nada más, ni se escuchó nada más, hasta unos diez segundos más tarde, que el sonido de su voz esta vez procedía de la parte interior del callejón, a la izquierda del joven.
—¿Qué es lo que intentas hacerme? Y yo que quería ayudar...
El chico saltó de donde estaba sentado y se puso en guardia.
—¿Quién es usted? ¿Y cómo es que ha salido de ahí? Se supone que no se podía mover.
—¡Ja! ¿Crees que tan poco poder podrá pararme a MÍ? Qué gracioso...
—¿Me está llamando débil, viejo gordo?—su voz estaba tintada de rabia.
—No sólo te estoy llamado eso, sino que encima pienso que eres una pulga. ¿Cuánto poder te crees que tienes? Y nada más acabar de descubrirlo... Cretino presuntuoso... ¡Ja!
—¿¡Quién es usted!?
—Mi nombre es Todo. Y venía a pedirte ayuda, pero me estoy replanteando dejarte aquí para que toda la policía de la Provincia te persiga...¿Sabías que eres un estúpido?
—No es la primera vez que me lo dicen. ¿Para qué querría usted mi ayuda, si soy tan débil como dice?
—Porque puedo entrenarte, y necesito poder para derrotar a mi mayor enemigo.
—¿Qué gano yo con esto?
—Más de lo que tienes ahora seguro. ¿O no es verdad eso de que acabas de reventarle la cabeza a un policía?
—Tiene usted razón.
—¿Entonces vienes conmigo?
—Sí.
—¿Cómo te llamas?
—No tengo nombre.
—Mientes. ¿O si no cómo te llamaba tu querida hermana?
—El nombre que tenía ya no sirve. Está manchado.
—Bueno, pues nada... Te llamaré Cretino. ¿Te gusta ese nombre?
—No, joder.
—Me da igual, ese se te queda. Vámonos.

viernes, 18 de julio de 2014

Capítulo X

22-02-1863

Ya tenemos más o menos un plan elaborado. Mi hijo va a cumplir 20 años en junio, y la cosa se está volviendo urgente. Ya sabe dominar con bastante soltura los glifos y las runas como encantamientos, y sus habilidades se refinan día tras día. No deja de entrenar con su estoque. A veces me da la sensación de que ya sabe lo que va a pasar y se prepara para ello. Hablando de saber lo que va a pasar, una de las mentes maestras de Todo cayó ayer. Era el que veía el futuro. No sé por qué murió, pero el señor ha dicho públicamente que fue porque tomó un medicamento que reaccionó con la sustancia de un alimento en mal estado y le costó caro. Esto es un eufemismo de que lo mató experimentando, supongo, pero a veces incluso la más vil de las mentes dice la verdad. No lo sé.

Bueno, eso. El plan. Todo comenzó a viajar hace unos años para reunir un ejército nuevo, y aunque todavía no se ha visto que tenga a nadie bajo su custodia me da mucho miedo lo que pueda pasar. Sé que mi hijo tendrá que formar parte de un ejército algún día, y a sabiendas de eso el Mensajero Veloz me recomendó que lo metiese allí. Casi lo mato por sólo mencionar la idea, pero luego recordé que quizá fuera lo más sensato. No lo mataría sabiendo que sus experimentos no habían dado resultado antes; tan solo se limitaría a entrenarlo. A entrenarlo MÁS. Y eso es bueno. Aunque para eso tendría que convencer a sus compañeros de traicionar a Todo, y eso no es empresa fácil. Hay que seguir pensando, sobretodo porque si el señor se entera antes de tiempo de todo esto los matará a todos y buscará otro ejército, y no podemos permitirnos eso. Ha de ser todo muy velado. Por eso, creo que necesitaré la ayuda del Mensajero Veloz un poco más. Se me ha ocurrido una idea.


Capítulo X: A mis pies

“Me gustaría no haber nacido”. Eso pensaba aquel pobre niño, sentado en su cuarto, con la cara llorosa entre las manos y rodeado por una muchedumbre que por la ropa que vestían debían de ser sus sirvientes. El lujo inmerecido lo había llevado al silencio perpetuo, y dejó de hablarles incluso a aquellos que se quedaron a cargo de su cuidado cuando sus padres murieron. Se dedicaba tan solo a jugar al ajedrez con la gente que su poder no era capaz de dominar, y a sentir ganas de morirse mientras, encerrado en su propio mundo, le carcomían la soledad, la tristeza y la vergüenza.
—Señorito...—una de las sirvientas se adelantó, preocupada, y con una caricia intentó consolar al niño—¿Quiere que le traigamos algo de comer, o jugar al ajedrez un poco...?
—No... ¡¡No!! ¡¡Sólo quiero que me dejéis en paz!!

El grito asustó a la sirvienta. Miró a sus compañeros, un tanto disgustada, mientras ellos se encogían de hombros y se marchaban. La última en irse fue ella, que se resistía a dejar al pobre niño en las manos de la oscuridad. Cuando por fin hubo salido, el niño sollozó abiertamente durante un momento, hipó un poco y se limpió los mocos con la manga de la chaqueta. Después, se quitó las lágrimas y se levantó. Miró por la ventana abierta.

Ya era de noche, y los jardineros se afanaban por recoger los últimos trastos y conectar las mangueras para humedecer un poco el agua. Todo aquello le daba asco. Tanto dinero, tanto lujo, tantas cosas bonitas, ¿para qué? Y este poder tan tonto. ¡Ya tiene un montón de sirvientes! Más le habría valido si se hubiera quedado huérfano y en la calle que con gente que le cuidara y dinero para pagarles. La sombra del odio se asomaba por sus ojos de zafiro. Odio a los asesinos de sus padres, odio al dinero, odio a sus padres, odio a sus sirvientes y sobretodo odio a sí mismo y a su poder.

Llamó a uno de sus mayordomos. Este llegó enseguida, con las manos en la espalda y con el pelo negro engominado goteándole. El mayordomo miró al niño con cara de tristeza, como sabiendo que algo malo le pasaría pronto. El señorito le miró furioso a los ojos y ordenó.
—Tráeme la espada de mi abuelo.
Y el mayordomo, como hipnotizado, asintió, le hizo una reverencia a su joven amo y respondió con voz monocorde:
—Sí, mi señor.
Y desapareció tras la puerta. Al rato, volvió con una larga y afilada hoja plateada como la luna con una empuñadura de oro incrustada en piedras preciosas. Tras entregarla, desapareció.

El joven la sujetó con la mano derecha, horizontalmente. Se veía reflejado en el filo de la espada, pálido como un muerto, mientras por su cabeza pasaban ideas horripilantes. El aire frío de la noche entraba por la ventana y le erizaba el vello de la nuca. El pelo peinado hacia la derecha ondeaba ligeramente, y bajo la chaqueta a juego con el pantalón azul oscuro el niño temblaba de frío y miedo. Tal como salió, su mayordomo volvió a entrar y observó la escena. A su amo comenzó a temblarle la mano derecha y empezó a moverla de modo que la punta apuntara hacia su estómago. Velozmente, el mayordomo se acercó y se la quitó de la mano.
—No debería jugar con estas cosas, mi señor—ni siquiera lo miró. Limpió la hoja con un pañuelo y, tras volverlo a guardar en uno de sus bolsillos, salió de la habitación—. Ah, por cierto. Hay un hombre que desea verle. Está esperando en el vestíbulo, haga el favor de recibirle.
Tras eso, el buen hombre cerró la puerta. El niño tembló de rabia y le dio una patada a una silla, tirándola al suelo y haciéndose daño en la punta del pie derecho. Salió de la habitación dando un portazo y recorrió los pasillos de camino al vestíbulo.

Largo como él solo, el pasillo tenía el suelo cubierto por una larga alfombra roja con bordes dorados y plateados que iba a juego con la barandilla que protegía a los caminantes de caer hacia la planta baja. El joven amo bajó por las escaleras de prisa, deslizando suavemente la mano por la madera de cedro barnizada. Cuando llegó abajo, se encaminó hacia el vestíbulo, decorado tan ominosamente como el resto de la casa. Una lámpara de araña de cristales de múltiples colores colgaba del techo a varios metros de las cabezas de los allí presentes, que eran un sirviente que le quitaba el abrigo al señor y el propio señor, además del joven amo cuando llegó allí.
—¿Qué se le ofrece, señor?
—¡Vaya! ¡Qué niño más adorable! Necesito hablar con tu hermano mayor. ¿Sabes dónde está?
—Yo no tengo hermanos. Soy el único heredero de la familia Wïrts. ¿Qué es lo que quiere?
—Oh... ¿Entonces tú eres el chico que controla las mentes...?—el hombre acercó el rostro al jovencito.
—¿...Quién es usted?
—Mi nombre es Todo. He venido a ofrecerte un trato.
—¿Cuál?
—Venir conmigo y unirte a mis filas a cambio de todo aquello que puedas imaginar. Necesito tu poder para vencer a mi enemigo...
—¡Sí!
—¡Bien! Oh, espera, ¿y ese entusiasmo?
—¡Sí, sí, sí!—el niño daba saltos de alegría—¡Por fin voy a poder salir de aquí!
—¿Qué te pasa, chaval?
—Estoy harto de este sitio, del lujo, del dinero, de los sirvientes acosándome sin parar. Necesito irme de aquí. Quiero salir de la cárcel en la que me han metido. Ni siquiera quiero que me pague por ayudarle, sólo quiero que me aparte de toda esta basura que me obligan a soportar.
—Bien, bueno... Entonces coge lo que necesites y vámonos.
—¡Bien! ¡Iré a hacer mi maleta!
—¡Oh, si es por ropa no te preocupes! Puedo darte nueva.
—No es por la ropa, es por algunas cosas que no quiero dejar aquí... Como mi juego de ajedrez.
—Ah, de acuerdo entonces. Ve.

martes, 15 de julio de 2014

Capítulo IX

20-12-1858

Ya le hemos dicho a mi hijo el potencial que tiene y el peligro que corre. Ha reaccionado de forma bastante más tranquila de la que me imaginaba, ya que tiene una gran responsabilidad encima. Sin embargo, no estoy seguro. El Mensajero y yo estamos montando guardia en la puerta de su cuarto por si intenta cualquier cosa, como escaparse o suicidarse. Ya le hemos predicho su destino.

Por otra parte, Todo se está moviendo. El nuevo herrero que contrató ha venido a contarme que ha comenzado a hacer viajes en busca de gente con la que montar el ejército. Creo que se me ha ocurrido una idea, pero es pronto como para reflejar nada. Aún hay que darle cuerpo. Hablaré con el Mensajero Veloz.


Capítulo IX: Los 10 minutos

El tráfico en la avenida principal de la ciudad de Mágala-ri era abundante cuando el muchacho salió de su casa. Con la capucha de su sudadera negra puesta y unos mechones azules sobresaliendo (un poco para su disgusto) de ella, caminó hasta la heladería y pidió un batido de helado de crema. Como ya sabía desde hacía diez minutos, el dependiente no tenía cambio y tuvo que ir a canjear su billete de 10 por monedas de 1 a la tienda de enfrente. Una vez consiguió su delicioso postre, se sentó en uno de los sillones del establecimiento. Entonces le llegó una premonición funesta, y se puso alerta.

Conforme pasaban los minutos se iba poniendo más tenso. Todos los acontecimientos ocurrían tal como los había predicho. Una mujer que entraba y pedía un helado de vainilla, se sentaba junto a la ventana y miraba pasear a la multitud. Un hombre mayor que entraba con su nieta, pedía un café y un helado de fresa para la niña y se sentaban en los sillones de detrás suyo. Y, por último, el hombre que destinaría a todos ellos a morir.

No era la primera vez que veía catástrofes en sus premoniciones. Podía ver los siguientes diez minutos que transcurriesen en el futuro de donde él se encontraba, de modo que había visto accidentes, se había anticipado a sorpresas y había adivinado malas noticias. Sin embargo, nunca estuvo tan aterrorizado como ahora. Los segundos pasaban y el hombre que entró con las manos en los bolsillos y la capucha tapándole la cara le hizo temblar de arriba a abajo. Se levantó, preparado para marcharse y no tener que presenciar el espectáculo. Solía pensar que era mejor no inmiscuirse en las voluntades y los misterios del tiempo, pero aquella tarde ya no supo que pensar. Había visto el futuro claramente. Todas esas personas muriendo a tiros, el maníaco desnudando a la niña del helado de fresa y llevándosela, mientras el abuelo agonizaba, todavía vivo, y veía cómo su nietecita era secuestrada con la probablemente funesta consecuencia. El dependiente, derrumbado sobre el congelador de los helados, con la sangre goteando en el de chocolate y en el de leche merengada. La hermosa mujer del helado de vainilla manchando el sillón, la mesa y el cristal con la sangre que gorgoteaba desde los cuatro agujeros que llevaba en el pecho. Se puso rojo de furia, se quitó la capucha y un destello azul brilló en la tienda mientras se dirigía a grandes zancadas hacia el criminal.

Cuando estuvo a punto de tocarle la espalda, no supo lo que hacer. Tuvo entonces otra visión. Vio cómo el hombre se daba la vuelta y lo mataba a él el primero de todos. Después se le oía gritar a él diciéndole a la gente que huyera. La mujer y la niña conseguían escapar, pero él y el viejo morían, y el dependiente era noqueado. Hasta ahí llegaba su visión. Decidió cambiar sus actos y quedarse haciendo cola tras el hombre en lugar de atacarlo por la espalda. La visión cambió, y esta vez veía cómo morían todos. Entonces se le ocurrió otra idea. ¿Qué pasaría si se le colara?

Puso un pie fuera de la cola y empujó levemente al criminal para ponerse delante. La visión volvió a cambiar, y se vio a él mismo con un tiro en los riñones. Antes de que eso pudiese pasar, se dio la vuelta y le dio un puñetazo en la cara al criminal. La gente, sin saber lo que estaba pasando, se alarmó y se quedó mirando la escena. La visión volvió a cambiar, y vio cómo el hombre se recuperaba y sacaba la pistola del bolsillo. Sin embargo, a partir de ahí sólo amenazaba, ya que el golpe le había dejado atontado. El chico esperó a que esto pasara y que la gente se alarmara para gritarle al dependiente que llamara a la policía y saliera corriendo. Éste hizo caso, aterrorizado, y huyó de la tienda con los demás. Todos se habían salvado. Ahora estaba a solas cara a cara con el maníaco, y las predicciones no eran demasiado piadosas con su propia vida si se quedaba más tiempo parado. Pensó en huir también, pero le llegó a la mente la imagen de sí mismo muriendo por un tiro en la nuca. Pensó en enfrentarse a él, pero vio cómo en la confusión disparaba el gatillo y le daba en una pierna. Luego lo mataba.

Se le acababa el tiempo y no sabía lo que hacer. Bloqueado como estaba, acabó colapsando y tirándole un vaso a la cabeza. Nunca había estado tan cerca de la muerte como en ese momento. Acertó en el blanco, dejando al loco unos segundos trastocado. La visión ahora le mostraba varias opciones que escoger. Una de ellas era coger uno de los cristales rotos y apuñalarle la mano. Pensó más en esta imagen y vio cómo fallaba, cómo el otro le daba un empujón y cómo le disparaba hasta dejar el cargador vacío. Descartó esta opción y observó la siguiente. En ella, le daba otro puñetazo al maníaco en la nariz y lo tumbaba en el suelo, no sabía si inconsciente o muerto. No queriendo arriesgarse a matarlo (nada más que por pena), consideró la siguiente opción: darle un puñetazo en el estómago, quitarle la pistola y vaciar el cargador en uno de los sofás. Esta opción le gustaba más; así el loco estaría completamente desarmado. Se movió rápido entonces y atinó bien el puñetazo en el estómago. Acto seguido, mientras el agredido por el puñetazo del vidente se inclinaba hacia el suelo prácticamente sin respiración, fue empujado para que perdiera el equilibrio y soltara más fácilmente el arma. Cuando agitó los brazos hacia atrás y cayó de espaldas, el chico cogió la pistola y la disparó sobre el sofá hasta vaciarla de munición. Entonces la lanzó al suelo y esperó a la policía.

Como él había predicho, llegaron pronto, a los cinco minutos de terminar la refriega. El criminal todavía estaba aturdido cuando ellos llegaron, y tras un breve interrogatorio al chico de pelo azul decidieron llevárselo con ellos a comisaría para uno más específico. Cuando llegaron, lo metieron en una sala insonorizada con un gran espejo en una pared y una mesa con micrófonos en mitad de la sala. Se sentó en una de las sillas y esperó. Al cabo de un rato, un señor grande con una gran tripa entró. Llevaba un sombrero que le tapaba la mitad del rostro, y la otra mitad estaba cubierta por una gran barba blanca. El joven ya sabía qué era lo que iba a preguntarle ese hombre.
—Un pelo muy peculiar. Es bonito.
—Gracias. No es teñido.
—Lo sé. Y apostaría mi mano izquierda a que tú sabes a lo que vengo.
—Sí.
—¿Y bien? ¿Formarás parte de mi equipo?
—Sé que venía a hacerme una propuesta en relación a eso, porque lo vi, pero no sé ni las condiciones del trato ni si me lo va a pagar.
—Te pagaré mucho más de lo que puedas gastar, y la única condición es que me prestes tu asombrosa facultad de ver el futuro para ayudarme a combatir contra mi mayor enemigo.
—¿Sabe usted que sólo puedo ver el futuro en diez minutos, verdad?
—Así es, pero a mí me basta y me sobra con eso. ¿Y bien? ¿Ahora qué me dices?
—¿Qué será de mi familia?
—No podrás llevártela, pero gracias a mi habilidad ellos no sabrán siquiera que tienen un hijo. No se preocuparán por ti.
—Espera. ¿No sabrán que soy su hijo? ¿Y si quiero volver después?
—Entonces haré que se acuerden. No te preocupes por eso, querido. Todo aquello que hago, puedo deshacerlo.
—...De acuerdo.
—¿Vendrás?
—Sí... Si dice que a mi familia no le pasará nada...
—¡Bien! Entonces arreglemos el absurdo papeleo que nos espera aquí en la comisaría, y marchémonos.
—...No piensa hacer ningún papeleo, ¿verdad?
—¡Qué listo eres! Venga, mueve.

viernes, 4 de julio de 2014

Capítulo VIII

12-09-1855

Tras bastantes años de búsqueda he dado al fin con el Mensajero Veloz. Estamos tramando planes. De momento ya sabemos que Todo ha vuelto a las andadas y el mago que se fotocopiaba ha muerto también. Este me duele bastante, no era un mal hombre. Eso sí, un poco agresivo, pero todos tenemos nuestros defectos. Estamos a la espera de que vuelva a morir alguien (o dimita) para empezar a movernos. El Mensajero Veloz ya conocía a la mecánica que conocí hace diez años, pero desgraciadamente ha muerto en una explosión. Esto dificultaría las cosas si no fuera porque el Mensajero también sabe dónde se ocultaba el enemigo de Todo. Ya decía yo que era un tío inteligente.

La única manera de derrotar a Todo es aislarlo. Por eso creemos que quizá traicionarlo y dejarle sin nada es una buena idea, pero tras eso hay que atacar, ya que tendrá las defensas bastante bajas. Lo que no sabemos es cómo hacer eso, ya que como he dicho necesitamos al ejército y Todo no tardará en empezar a moverse. Mi hijo ya cumplió los 12 en junio y ya es mejor que yo y que muchos en el manejo de la espada de estoque. Además, su capacidad de interpretación de glifos y runas es mucho más potente de lo que todos nos imaginábamos. Es probable que pueda aplicarlo a la batalla llegado un momento. Pero todavía no se lo hemos dicho, no vaya a ser que se descontrole y acabemos mal. Seguiremos pensando estrategias y el momento de comunicarle el poder que tiene, ya que no es algo que se diga a la ligera. Veremos...


Capítulo VIII: Acero templado

En lontananza se observaba la figura de un hombre con capa. Las dunas del infinito desierto de Korb se alzaban, imperiosas y mortales, ante la sombra y la fortaleza del ermitaño. Era muy alto, con la piel tostada por el sol y un rostro de rasgos afilados. Acostumbrado a las épocas de sequía por haber vivido tanto tiempo en aquel planeta desértico, miraba desafiante al sol que se ponía en el oeste, sintiendo el asfixiante vapor que despedía la arena que pisaba, ardiente, bajo sus pies. Se ajustó el sombrero y siguió avanzando en busca de un oasis donde descansar.

Llevaba en el cinto un machete largo y acabado en plano, y tenía la mano derecha apoyada en él. A grandes zancadas avanzada por la arena que se hundía bajo sus pies. Miró al horizonte y bajo la luz del crepúsculo le pareció observar un oasis, pero al enfocar mejor la vista observó que se movía. Levantó una ceja y se detuvo para analizar mejor lo que veía. Efectivamente, se movía. Y no sólo eso, sino que encima se dirigía hacia él. Cuando estuvo un poco más cerca pudo ver que era una duna gigante que avanzaba velozmente abriéndose paso entre las demás, con un charco de agua en la parte de arriba y varias palmeras datileras alrededor. Sorprendido, se ocultó detrás de otra montañita de arena. Cuando llegó a su altura, la duna se detuvo. El hombre se levantó y salió de su escondite. Lentamente, se acercó al oasis andante, pero en cuanto rozó siquiera la arena de su falda, con un grito surgió una especie de tortuga negra de coraza blanca, con las palmeras y el estanque en su caparazón, fijos. Se alzó varios metros por encima del hombre y, levantando viento, le voló el sombrero. Se reveló entonces contra el sol un rostro bastante más joven de lo que parecía.

La tortuga miró directamente a los ojos del hombre y trató de aplastarle, pero éste saltó fuera de su alcance y desenvainó su machete. Se lanzó a por la pata del animal, pero éste la escondió dentro del caparazón y dejó vencer el peso de la pata que le faltaba sobre el hombre. Lo aplastó. Sin embargo, tras unos segundos de silencio, la tortuga comenzó a notar que algo se movía bajo el caparazón inclinado.

Cuando se levantó, sacando de nuevo la pata fuera, descubrió que el hombre había transformado su machete en un gran escudo con el que se cubrió y se hundió en la arena. Tras haber aguantado la respiración durante un momento, el hombre se volvió a levantar, devolvió la forma de machete a su nuevo escudo y arremetió de nuevo contra el animal. Éste, lento como era, no pudo esquivar el corte rápido que realizó el hombre sobre su pata y lanzó un alarido de dolor. Su atacante se deslizó por la arena hasta la otra pata y repitió el ataque, provocando que la tortuga cayese de cara contra el suelo al faltarle la fuerza de las patas de delante. Quedó inconsciente. El hombre saltó a las patas y caminó hasta la cabeza, donde aumentó el tamaño de su machete y lo transformó en una larga espada con la que mató a la bestia, clavándosela en la nuca. El animal se retorció un poco antes de morir.

Entonces, el hombre bajó de un salto, recuperó su sombrero (que había caído unos metros más allá), subió de nuevo a la grupa del animal muerto y rellenó su botella en el estanque. Tras eso y beber agua, se echó a descansar a la sombra de una palmera hasta que escuchó una voz que lo llamaba.
—Eh, tú, el de la tortuga gigante muerta.
—¿Eh? Ah—Se giró, sorprendido de nuevo—. ¿Quién es usted y qué hace aquí? Esta ruta es poco transitada por los Ermitaños.
—No te equivoques, no soy uno de ellos. ¿Te has cargado tú solito a la bestia?
—Sí, señor. Con mis propias manos. Le vendo la carne, si le interesa; o incluso la piel.
—No, no, me interesa otra cosa. ¿Cómo lo venciste?
—Con mi machete. ¿Con qué si no?
—Bien, bien... ¿Quisieras trabajar para mí? Como... cazador.
—Si no le conozco de nada.
—Tendrás tiempo para conocerme si aceptas mi propuesta.
—¿Qué gano yo con esto? ¿Me pagará?
—¡Por supuesto! Además serás tratado como un rey.
—No me convence... ¿Y si me está engañando?
—¿Engañando? Bien, ¿quieres pruebas de que no es así?
—Si no es molestia...
—Bien, como prueba tienes este bicho que te acabas de cargar. Ha sido enviado por mi mayor enemigo para destruirte. A ti y a todo lo que encuentre por delante.
—¿Por qué debería creerte?
—Porque yo no tengo motivos para atacaros ni a ti ni a tu planeta. Yo ya tengo todo lo que deseo, y puedes observarlo en mis ropas—se tiró un poco de la chaqueta para demostrarlo—. Sin embargo, este enemigo no; cada día desea más y más. Y no parará hasta conseguirlo. ¿Quieres ayudar a tu planeta y colaborar conmigo para acabar con él o prefieres morir sin hacer nada?
—Supongo que tiene razón... Pero sigue sin haberme dicho quién es usted.
—¿Pero aceptas o no?
—Que sí... Pero que quiero saber quién es.
—Bien. Mi nombre es Todo, y escucharás más sobre mi historia en cuanto estemos en mi mansión.

jueves, 3 de julio de 2014

Capítulo VII

30-01-1845

Han pasado cerca de dos meses y todavía no he podido encontrar al Mensajero Veloz, pero sin embargo sí he encontrado a una mecánica que odia a Todo con todas sus fuerzas. Dice que ella ha visto a su enemigo y está de su lado, pero no sé si fiarme. Aunque al final sé que acabaré creyéndomelo, como siempre.

Mi hijo crece muy deprisa y aprende también así. Hoy ha cogido por primera vez su espada de madera. Esto me alivia un poco, porque dentro de unos cuantos años yo ya no seré capaz de defender a mi mujer y, al ritmo que al que aprende mi niño, será capaz de tumbar a un soldado del rey en menos de lo que esperamos. De momento, sé que necesitamos de nuestro lado a un ejército similar al que tenía Todo, esencialmente estratégico pero también con el suficiente potencial como para derrotarlo si se unen al enemigo del señor. Tengo la impresión de que mi hijo no será capaz de reunir a ese ejército, pero que sin embargo sí será parte de él. Me tranquiliza el saber que tendrá gente alrededor en quien confiar y que le protegerá.


Capítulo VII: Un dios nórdico

Cuenta la leyenda que, en los profundos bosques de Ukwtakun, más allá de las Montañas de la Muerte, moran los magos de pies ligeros. Su altura y su gracilidad de movimiento recuerdan a los elfos de los que hablan también otras antiguas leyendas, sin embargo su magia está por encima de ellos. Había uno específicamente, cuyo rastro fue perdido hace muchos años, que tenía el poder de multiplicarse a sí mismo, y hacer arder las copias, devastando pueblos, ciudades y aldeas, con una agresividad tan poco común en estos magos como podía serlo el odio a la naturaleza en los antes mencionados elfos. Los magos todavía se preguntan cómo desapareció, misterio que esta historia esclarecerá sin lugar a dudas. Sin más dilación, se dará comienzo al relato del Gran Destructor, que ojalá regrese algún día con el corazón sereno y la mente en paz.

Su manto negro le cubría de la lluvia que azotaba el bosque aquella noche de verano. El frío, no muy normal a aquellas alturas del año, calaba hasta los huesos al joven mago, que tiritaba mientras trataba de dormir sin éxito alguno. Harto de la situación en la que se encontraba, se levantó, empaquetó todas sus pertenencias (las cuales había desperdigadas por todo el suelo) y emprendió la marcha de nuevo, entrando en calor tras haber estado un largo tiempo entumecido por la humedad.
La lluvia por fin amainó, y dejó un poco de descanso al pobre muchacho, que, a sus 20 años de edad, todavía guardaba un poco de la impaciencia de su infancia. Tras encontrar una roca que le proporcionaba refugio, dejó tirados sus fardos a un lado y echó la cabeza encima, con la intención de dormir.
Sin haber conciliado el sueño todavía, y tras haber estado escuchando el balanceo de las hojas de los árboles durante largo rato, se levantó alarmado. Acababa de oír unas pisadas y un gruñido, que se acercaban lentamente a su posición. Recogió de nuevo los fardos y, con los pies sigilosos, se escurrió entre los árboles, nada más que para encontrarse a su enemigo de cara en un claro. Dos felinos negros como un abismo y con los ojos más amarillos que el sol miraban amenazantes al joven, que se puso inmediatamente en guardia. El primer felino, el de la derecha, se lanzó sobre él, con la intención de morderle la yugular. Sin embargo él, rápido, esquivó el ataque rodando por el suelo y echando su equipaje a un lado.
Sacó la espada, que centelleó con la leve luz de la luna menguante. Los felinos retrocedieron un poco, pero enseguida volvieron a lanzarse al ataque. Esta vez fue el de la izquierda, que con un salto derribó al mago y alejó la espada de su mano.
Presa de un ataque de nervios e impotencia, el mago gritó algunas palabras en su idioma, sin mucho sentido, todas producto del miedo creciente en su interior. Entonces se acordó del poder que poseía, en aquel momento de dificultad, y forcejeó con todas sus fuerzas con el felino hasta que se vio lo suficientemente liberado como para poder lanzar su magia hacia los agresores.
Tras gritar de nuevo en su idioma (esta vez palabras con sentido), dos copias surgieron del cuerpo del muchacho, las cuales velozmente se lanzaron a las bestias como leones hambrientos. Éstas cayeron en la trampa y se lanzaron a atacarlas. Craso error, puesto que en cuanto las dos bestias hubieron placado a las copias y las tuvieron puestas contra la pared, el joven sonrió y gritó de nuevo. Las copias explotaron, y los cadáveres humeantes de los felinos cayeron con un ruido de chapoteo sobre las hojas muertas mojadas por la lluvia. De nuevo el joven se encontraba solo.
Recogió la espada del suelo, la enfundó, se echó los fardos al hombro y caminó de nuevo hacia el refugio que había encontrado, sólo para hallarlo ocupado por una sombra que, tumbado de lado, dándole la espalda, se rascaba su enorme trasero.
—Por fin has llegado. Esos bichos no tenían que haberte costado tanto. Atribuiré este hecho a que estabas cansado.
—¿Quién es usted?—el muchacho desenvainó la espada otra vez, desafiante.
—Quieto, quieto, relájate. Vengo a ofrecerte un trato que te podrá sacar de este sitio lleno de basura.
—Siga hablando.
—Verás, yo tengo un enemigo al que quiero derrotar. Esas bestias eran criaturas suyas. Y yo solo no puedo con él, así que necesito ayuda. Tu ayuda. ¿Me sigues?
—Te sigo.
—¿Y aceptas?
—¿Me vas a pagar?
—No tendrás tiempo para gastarte el dinero que te dé, pero sí. Te voy a pagar.
—Entonces trato hecho.
—¡Espléndido! Ahora, si no te importa, vayamos haciendo marcha. Este sitio no me gusta.
—Bien.
—Hmm... ¿No me vas a preguntar quién soy?
—No me interesa. Con tal de que me pague yo ya estoy contento.
—Bien, bien—el hombre, sorprendido, encabezó la marcha, y más bajo, añadió—. Este ha sido más fácil que los demás...

Y hasta ahí llega el conocimiento de la historia. El joven muchacho mago, el Gran Destructor, se marchó con un hombre misterioso que le ofreció salir de su vida de ermitaño en el bosque para servirle en su empresa de guerra. Este relato será recordado por muy pocos magos del Bosque de Ukwtakun, sin embargo, quedará grabado en los registros antiguos, puesto que este muchacho sería uno de los grandes héroes que salvarían el mundo de la destrucción total. Pero esa es otra historia, y como todas las historias, tiene un momento para contarse...

miércoles, 2 de julio de 2014

Capítulo VI

02-11-1844

Hoy ha llegado a mis oídos la noticia de que el Mensajero Veloz del señor ha dimitido, como lo hizo el encargado de la armería (que por cierto, murió el otro día por causas misteriosas). Eso sí, a este no creo que lo maten. Es demasiado listo y demasiado rápido. Se morirá de viejo.

Mi hijo ya tiene un año y pocos meses y ya sabe leer lenguaje coloquial. Esto es lo que más me temía y a la vez algo que me alivia: ha heredado mis habilidades, y por eso Todo no lo matará, ni a su familia. Esperará a que cumpla la mayoría de edad para acabar con nosotros, y después lo acogerá en su seno. Exactamente lo mismo que hizo conmigo. Por desgracia no puedo evitar que mi niño caiga en las garras del señor, pero creo que sí puedo elaborar un plan para derrotarlo... Y para ello tengo que encontrar al enemigo de Todo. Será una ardua tarea, pero no creo equivocarme al pensar que el Mensajero Veloz me ayudará en todo lo que esté en su mano. Ya se verá. De momento, tengo que contactar con él, y eso ya va a resultar una empresa bastante complicada...


Capítulo VI: Lady Steampunk

Vista de espaldas, Lady Steampunk (así la llamaban por el barrio en el que se movía) podía ser fácilmente confundida con un hombrecillo de nieve con pelo de paja. En las manos llevaba siempre un cubo de Rubik de forma muy extraña y de colores que cambiaban según el ángulo desde el que lo mirases. También habían visto levitar al armatoste, mientras giraba solo ante los ojos y entre las manos de la pequeña y callada vagabunda de la ciudad de Malloria. Siempre iba con ella y aquel que lo tocara estaba condenado a la muerte, ya que, nadie sabía cómo, el aparato se transformaba en un cuchillo y lo mataba al instante, o le causaba heridas profundas. Para evitar desastres como este, la gente comenzó a alejarse de ella, hasta que estuvo sola... Sola, con su cubo.
Nunca decía nada, y se dedicaba a dar tumbos por los callejones y a robar móviles o cámaras de fotos a los turistas. Nadie sabía cómo. Era como si ella los llamara y ellos acudieran a sus manos. Después los vendía en el mercado negro, y del dinero que sacaba se compraba una túnica nueva si le hacía falta, o varios tipos de pan. A veces le gustaba meterse en líos, pero solía pasarse y provocar situaciones demasiado exageradas. Tras crear el problema, solía huir, pasando desapercibida entre las multitudes de gente que salía huyendo o paseaba tranquilamente, ajena al lío.
Aquella noche había intentado robar en la tienda de electrodomésticos de un barrio rico de Malloria. Tras haberse colado por una ventana que cortó con su cubo-cuchillo, cayó silenciosa como un gato tras el mostrador de la tienda. Como por arte de magia, la caja registradora se abrió suavemente y sin hacer ningún ruido, dejando que ella tomara todo el dinero. Cuando ya estaba a punto de salir (por supuesto con un par de consolas que vender en el mercado negro) fue descubierta por una criatura que la esperaba al lado de la ventana por la que había entrado y por la que se disponía a salir. Tras unos instantes de observar su horripilante rostro, ella se cayó de espaldas de nuevo en la tienda, rompiendo varias cosas, y la alarma saltó. La criatura entró por el agujero y la observó durante unos instantes que a ella le parecieron eternos. La alarma sonaba mientras tanto, y la policía se acercaba al lugar. Cuando se dio cuenta de su situación, la joven hizo ademán de volver a la ventana, pero la criatura le impidió el paso. Ella empuñó su cuchillo, guardó un par de cajas de móviles en su bolsa y se lanzó a por el monstruo. Éste la esquivó grácilmente y después la placó. La lanzó contra una estantería. Con el golpe, la muchacha destrozó algunas de las cajas, revelando aspiradores. Ella enfocó sus ojos negros sobre los armatostes rotos, haciendo que cobrasen vida de pronto y se lanzasen contra el animal misterioso. Éste no supo cómo reaccionar a un ataque tan fuera de lugar y fue noqueado por uno de ellos. Aprovechando que la salida estaba libre ahora, la muchacha salió por la ventana justo a tiempo para que los policías no la descubrieran
Corrió varias calles más allá para darse la oportunidad de descansar sin ser descubierta. Escondida como estaba tras unos contenedores, con la respiración agitada, no fue de extrañar que se sobresaltara cuando escuchó una voz tenebrosa que la llamaba.
—Así que tú eres la famosa Lady Steampunk, ¿eh? Vaya, no creí que fueras... Así.
A las luces de la noche la joven sólo pudo distinguir una sombra grande y redonda que estaba situada a la boca del callejón. Ella preparó su cubo-cuchillo y se escabulló por las sombras. Cuando estaba a punto de golpear la sombra con su arma, ésta relució con un brillo nacarado, que le permitió al extraño moverse tan deprisa que pareció una simple ilusión óptica. La joven notó un pinchazo en el brazo izquierdo, y cuando se giró a contraatacar, ya era demasiado tarde. No vio otra cosa que no fuera el negro más absoluto, y perdió la conciencia.

Cuando despertó, observó que se encontraba en una habitación grande, de estilo victoriano. La cama, muy cómoda, estaba cubierta por un edredón de plumas con funda de seda marrón claro, y el dosel de encaje blanco estaba echado a modo de cortina. Estaba tapada hasta la nariz con el edredón, y tras mirar dentro comprobó que también llevaba un pijama del mismo color que su manta. Fuera del dosel había una mesita de noche con un vaso de agua y una lámpara de cristales de colores ocres, como toda la decoración de la habitación, y en uno de los sillones al lado del tocador se encontraba la misma forma oscura que recordaba haber atacado en el callejón.
—Nos hemos despertado, ¿eh?—dijo la sombra sin hacer ademán alguno de levantarse.
—...
—¿Le apetece a la señorita desayunar alguna cosa?
—...
—De acuerdo, pediré que le traigan algo de lengua estofada.—la sombra se levantó y salió por la puerta de la izquierda.

Al cabo de un rato, una mujer entró con una bandeja y la dejó sobre la mesita de noche. Acto seguido se marchó. Justo después entró la sombra que la había secuestrado.
—¿Sigue la preciosa Lady Steampunk sin ganas de hablar? Bien, pues le informaré de su situación—la sombra se sentó donde ella la había descubierto al despertar. Allí continuó hablando—. Puesto que reaccionó de forma muy violenta al encontrarnos en aquel callejón de Malloria, no tuve más remedio que tranquilizarla. Mi nombre es Todo, y estoy luchando contra un ser que tiene el mismo poder que yo. A usted, Lady Steampunk, la buscaba para pedirle amablemente que se uniese a mis filas, pero como su respuesta no fue la apropiada, tuve que obligarla. Lamento mucho que nuestro primer encuentro fuera tan accidentado. Desayune usted el plato que con tanto cariño han preparado mis sirvientes y vístase. Encontrará ropa nueva en el armario de la derecha. Y ahora, si me disculpa...
Todo se levantó del sillón y la dejó allí, mirando hacia la puerta de la derecha, pensando en cómo escapar de aquella amable prisión, la cual le ofrecía un plato demasiado grande de comida para desayunar.

martes, 1 de julio de 2014

Capítulo V

04-02-1844

El encargado de la armería de Todo se ha despedido. Esto me hace bastante gracia, teniendo en cuenta que el señor le tenía bastante cariño. No tiene familiares y vive cerca de la mansión. Ya verás lo poco que tarda en morir. Aunque ahora que lo pienso lo de la cercanía a la mansión o los familiares a Todo siempre le dio igual. En fin. Fue un placer conocerle.

Y lo que me sorprende todavía más es que no se ha deshecho todavía de mí. Esto me hace sospechar que quizá sabe acerca de mi hijo. ¿Eso quiere decir que también tiene mi poder? Maldita sea... Ahora por narices voy a tener que enseñarle todo lo que sé, si no quiero que muera.


Capítulo V: El rayo

¡Cuánto, cuánto verde! Respiró el aire limpio de las montañas y se puso a hacer un ligero footing, para calentar. Una vez estuvo listo, se puso en la posición de comenzar una carrera y contó.
—Tres... Dos... Uno... ¡Ya!
Y salió disparado a más de 200 kilómetros por hora. Notaba la brisa sacudir la melena, que relucía negra bajo los destellos incesantes del sol. Le encantaba sentir el calor de la primavera a sus espaldas. El aire fresco y puro de la sierra, los colores naturales que sus ojos podían ver y los preciosos trinos de los pájaros...
Se detuvo unos instantes en uno de los lugares que más le gustaba. Era una llanura muy amplia y llana, llena hasta arriba de no-me-olvides: un antiguo cementerio. La paz que le inspiraba aquel lugar y el respeto que le ofrecían todos los cadáveres que se situaban bajo sus pies hacía que pisara allí con la mayor ligereza de la que era capaz, que no era poca. Apenas tocaba el suelo cuando pisaba allí. Y, cuando llegaba al centro, se detenía, y lenta y cuidadosamente se tumbaba a la luz del astro rey. Ahí se quedaba hasta que la oscuridad comenzaba a hacerse notar y el frío de la noche tocaba las montañas.

Aquel día pretendió hacer lo mismo. Pero cuando el sol comenzaba a ocultarse y un brillo dorado inundaba el ambiente, oyó trinos de pájaros alejarse. Las bandadas se alejaban de aquel lugar, prediciendo algún peligro. Él las ignoró y siguió dormitando. Sin embargo, al cabo de unos cinco minutos, escuchó unas pisadas raudas que se dirigían hacia él, a través de los matorrales que rodeaban la llanura. Se puso de pie en un suspiro, echó una mirada en redondo y vio un hombre con máscara que le observaba desde uno de los arbustos. Cuando el extraño se percató, se lanzó rápido a por el joven, pero él tuvo reflejos: le agarró del puño y lo lanzó al suelo. El hombre cayó de espaldas y se levantó deprisa, pero para cuando se quiso dar cuenta ya tenía el pie del chico en la boca.
La patada lo llevó fuera de la llanura de nuevo. El joven se remangó la sudadera azul, se bajó la cremallera de la misma y, con la misma ligereza con la que había entrado, se dirigió veloz hacia el extraño. En menos de un segundo ya lo tenía cogido del cuello y lo arrastraba a velocidades vertiginosas por toda la maleza alrededor del cementerio. Al final lo lanzó con todas sus fuerzas contra el tronco de un pino. Temblando y tambaleándose, el misterioso agresor se lanzó de nuevo contra él, pero lo esquivó, le quitó el puñal y, antes de que el atacante pudiese darse cuenta de lo que estaba pasando su garganta fue a travesada por su propia arma.
El joven dejó el cadáver donde estaba y miró el campo de no-me-olvides: estaba todo destrozado. La rabia lo inundó y le dio una patada al cadáver.
—Valiente hijo de puta... Espero que mis amigos te den bien por culo en el infierno.
Después se sentó en una piedra y volvió a ponerse bien la sudadera. Oyó entonces una voz a su espalda.
—¿Tanta rabia te da que toquen tu llanura?
—Si no se hubiera cargado las flores tal vez le hubiera dejado huir—escupió al cuerpo inerte—. Mamonazo.
—La verdad es que era un sitio muy bonito.
—Ya, pero por desgracia, nadie más aparte de nosotros sabrá que se lo han cargado así. Al menos las flores crecerán de nuevo algún día.
—Una pregunta...—la voz se acercó. Fue entonces cuando el muchacho notó lo horripilante que era—. Si tuvieras que luchar contra aquella persona que mandó agredirte, destruyendo así la belleza de tu llanura, ¿lo harías?
—Supongo. Le enseñaría a respetar las cosas que no son suyas.
—Yo te doy la oportunidad de hacerlo peleando a mi lado. Esa persona es mi enemigo mortal.
—Vaya. ¿Y no puede lidiar usted solo contra su enemigo?
—Por desgracia, no. Ambos tenemos el mismo nivel, sólo nos destruiríamos el uno al otro. Por eso necesito ayuda. Además, bajo mi protección no te atacará más.
—Eeeentiendo. Bien, pues supongo que sí me uniré. Tampoco es que tenga nada mejor que hacer...
—¡Estupendo! Entonces sígueme.
—A todas estas. Usted quién es—se levantó lentamente y con cuidado—. No me suena de nada.
—No soy de aquí. Me llamo...—hizo una larga pausa.
—Se llama...
—Luego te lo digo.
—¡Oiga!
Y el joven salió trotando tras el hombre, que con paso rápido comenzó a alejarse del lugar.