20-12-1858
Ya le hemos dicho a mi hijo el
potencial que tiene y el peligro que corre. Ha reaccionado de forma
bastante más tranquila de la que me imaginaba, ya que tiene una gran
responsabilidad encima. Sin embargo, no estoy seguro. El Mensajero y
yo estamos montando guardia en la puerta de su cuarto por si intenta
cualquier cosa, como escaparse o suicidarse. Ya le hemos predicho su
destino.
Por otra parte, Todo se está
moviendo. El nuevo herrero que contrató ha venido a contarme que ha
comenzado a hacer viajes en busca de gente con la que montar el
ejército. Creo que se me ha ocurrido una idea, pero es pronto como
para reflejar nada. Aún hay que darle cuerpo. Hablaré con el
Mensajero Veloz.
Capítulo IX:
Los 10 minutos
El tráfico en la avenida principal de la ciudad de Mágala-ri era
abundante cuando el muchacho salió de su casa. Con la capucha de su
sudadera negra puesta y unos mechones azules sobresaliendo (un poco
para su disgusto) de ella, caminó hasta la heladería y pidió un
batido de helado de crema. Como ya sabía desde hacía diez minutos,
el dependiente no tenía cambio y tuvo que ir a canjear su billete de
10 por monedas de 1 a la tienda de enfrente. Una vez consiguió su
delicioso postre, se sentó en uno de los sillones del
establecimiento. Entonces le llegó una premonición funesta, y se
puso alerta.
Conforme pasaban los minutos se iba poniendo más tenso. Todos los
acontecimientos ocurrían tal como los había predicho. Una mujer que
entraba y pedía un helado de vainilla, se sentaba junto a la ventana
y miraba pasear a la multitud. Un hombre mayor que entraba con su
nieta, pedía un café y un helado de fresa para la niña y se
sentaban en los sillones de detrás suyo. Y, por último, el hombre
que destinaría a todos ellos a morir.
No era la primera vez que veía catástrofes en sus premoniciones.
Podía ver los siguientes diez minutos que transcurriesen en el
futuro de donde él se encontraba, de modo que había visto
accidentes, se había anticipado a sorpresas y había adivinado malas
noticias. Sin embargo, nunca estuvo tan aterrorizado como ahora. Los
segundos pasaban y el hombre que entró con las manos en los
bolsillos y la capucha tapándole la cara le hizo temblar de arriba a
abajo. Se levantó, preparado para marcharse y no tener que
presenciar el espectáculo. Solía pensar que era mejor no
inmiscuirse en las voluntades y los misterios del tiempo, pero
aquella tarde ya no supo que pensar. Había visto el futuro
claramente. Todas esas personas muriendo a tiros, el maníaco
desnudando a la niña del helado de fresa y llevándosela, mientras
el abuelo agonizaba, todavía vivo, y veía cómo su nietecita era
secuestrada con la probablemente funesta consecuencia. El
dependiente, derrumbado sobre el congelador de los helados, con la
sangre goteando en el de chocolate y en el de leche merengada. La
hermosa mujer del helado de vainilla manchando el sillón, la mesa y
el cristal con la sangre que gorgoteaba desde los cuatro agujeros que
llevaba en el pecho. Se puso rojo de furia, se quitó la capucha y un
destello azul brilló en la tienda mientras se dirigía a grandes
zancadas hacia el criminal.
Cuando estuvo a punto de tocarle la espalda, no supo lo que hacer.
Tuvo entonces otra visión. Vio cómo el hombre se daba la vuelta y
lo mataba a él el primero de todos. Después se le oía gritar a él
diciéndole a la gente que huyera. La mujer y la niña conseguían
escapar, pero él y el viejo morían, y el dependiente era noqueado.
Hasta ahí llegaba su visión. Decidió cambiar sus actos y quedarse
haciendo cola tras el hombre en lugar de atacarlo por la espalda. La
visión cambió, y esta vez veía cómo morían todos. Entonces se le
ocurrió otra idea. ¿Qué pasaría si se le colara?
Puso un pie fuera de la cola y empujó levemente al criminal para
ponerse delante. La visión volvió a cambiar, y se vio a él mismo
con un tiro en los riñones. Antes de que eso pudiese pasar, se dio
la vuelta y le dio un puñetazo en la cara al criminal. La gente, sin
saber lo que estaba pasando, se alarmó y se quedó mirando la
escena. La visión volvió a cambiar, y vio cómo el hombre se
recuperaba y sacaba la pistola del bolsillo. Sin embargo, a partir de
ahí sólo amenazaba, ya que el golpe le había dejado atontado. El
chico esperó a que esto pasara y que la gente se alarmara para
gritarle al dependiente que llamara a la policía y saliera
corriendo. Éste hizo caso, aterrorizado, y huyó de la tienda con
los demás. Todos se habían salvado. Ahora estaba a solas cara a
cara con el maníaco, y las predicciones no eran demasiado piadosas
con su propia vida si se quedaba más tiempo parado. Pensó en huir
también, pero le llegó a la mente la imagen de sí mismo muriendo
por un tiro en la nuca. Pensó en enfrentarse a él, pero vio cómo
en la confusión disparaba el gatillo y le daba en una pierna. Luego
lo mataba.
Se le acababa el tiempo y no sabía lo que hacer. Bloqueado como
estaba, acabó colapsando y tirándole un vaso a la cabeza. Nunca
había estado tan cerca de la muerte como en ese momento. Acertó en
el blanco, dejando al loco unos segundos trastocado. La visión ahora
le mostraba varias opciones que escoger. Una de ellas era coger uno
de los cristales rotos y apuñalarle la mano. Pensó más en esta
imagen y vio cómo fallaba, cómo el otro le daba un empujón y cómo
le disparaba hasta dejar el cargador vacío. Descartó esta opción y
observó la siguiente. En ella, le daba otro puñetazo al maníaco en
la nariz y lo tumbaba en el suelo, no sabía si inconsciente o
muerto. No queriendo arriesgarse a matarlo (nada más que por pena),
consideró la siguiente opción: darle un puñetazo en el estómago,
quitarle la pistola y vaciar el cargador en uno de los sofás. Esta
opción le gustaba más; así el loco estaría completamente
desarmado. Se movió rápido entonces y atinó bien el puñetazo en
el estómago. Acto seguido, mientras el agredido por el puñetazo del
vidente se inclinaba hacia el suelo prácticamente sin respiración,
fue empujado para que perdiera el equilibrio y soltara más
fácilmente el arma. Cuando agitó los brazos hacia atrás y cayó de
espaldas, el chico cogió la pistola y la disparó sobre el sofá
hasta vaciarla de munición. Entonces la lanzó al suelo y esperó a
la policía.
Como él había predicho, llegaron pronto, a los cinco minutos de
terminar la refriega. El criminal todavía estaba aturdido cuando
ellos llegaron, y tras un breve interrogatorio al chico de pelo azul
decidieron llevárselo con ellos a comisaría para uno más
específico. Cuando llegaron, lo metieron en una sala insonorizada
con un gran espejo en una pared y una mesa con micrófonos en mitad
de la sala. Se sentó en una de las sillas y esperó. Al cabo de un
rato, un señor grande con una gran tripa entró. Llevaba un sombrero
que le tapaba la mitad del rostro, y la otra mitad estaba cubierta
por una gran barba blanca. El joven ya sabía qué era lo que iba a
preguntarle ese hombre.
—Un pelo muy peculiar. Es bonito.
—Gracias. No es teñido.
—Lo sé. Y apostaría mi mano izquierda a que tú sabes a lo que
vengo.
—Sí.
—¿Y bien? ¿Formarás parte de mi equipo?
—Sé que venía a hacerme una propuesta en relación a eso, porque
lo vi, pero no sé ni las condiciones del trato ni si me lo va a
pagar.
—Te pagaré mucho más de lo que puedas gastar, y la única
condición es que me prestes tu asombrosa facultad de ver el futuro
para ayudarme a combatir contra mi mayor enemigo.
—¿Sabe usted que sólo puedo ver el futuro en diez minutos,
verdad?
—Así es, pero a mí me basta y me sobra con eso. ¿Y bien? ¿Ahora
qué me dices?
—¿Qué será de mi familia?
—No podrás llevártela, pero gracias a mi habilidad ellos no
sabrán siquiera que tienen un hijo. No se preocuparán por ti.
—Espera. ¿No sabrán que soy su hijo? ¿Y si quiero volver
después?
—Entonces haré que se acuerden. No te preocupes por eso, querido.
Todo aquello que hago, puedo deshacerlo.
—...De acuerdo.
—¿Vendrás?
—Sí... Si dice que a mi familia no le pasará nada...
—¡Bien! Entonces arreglemos el absurdo papeleo que nos espera aquí
en la comisaría, y marchémonos.
—...No piensa hacer ningún papeleo, ¿verdad?
—¡Qué listo eres! Venga, mueve.
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