martes, 15 de julio de 2014

Capítulo IX

20-12-1858

Ya le hemos dicho a mi hijo el potencial que tiene y el peligro que corre. Ha reaccionado de forma bastante más tranquila de la que me imaginaba, ya que tiene una gran responsabilidad encima. Sin embargo, no estoy seguro. El Mensajero y yo estamos montando guardia en la puerta de su cuarto por si intenta cualquier cosa, como escaparse o suicidarse. Ya le hemos predicho su destino.

Por otra parte, Todo se está moviendo. El nuevo herrero que contrató ha venido a contarme que ha comenzado a hacer viajes en busca de gente con la que montar el ejército. Creo que se me ha ocurrido una idea, pero es pronto como para reflejar nada. Aún hay que darle cuerpo. Hablaré con el Mensajero Veloz.


Capítulo IX: Los 10 minutos

El tráfico en la avenida principal de la ciudad de Mágala-ri era abundante cuando el muchacho salió de su casa. Con la capucha de su sudadera negra puesta y unos mechones azules sobresaliendo (un poco para su disgusto) de ella, caminó hasta la heladería y pidió un batido de helado de crema. Como ya sabía desde hacía diez minutos, el dependiente no tenía cambio y tuvo que ir a canjear su billete de 10 por monedas de 1 a la tienda de enfrente. Una vez consiguió su delicioso postre, se sentó en uno de los sillones del establecimiento. Entonces le llegó una premonición funesta, y se puso alerta.

Conforme pasaban los minutos se iba poniendo más tenso. Todos los acontecimientos ocurrían tal como los había predicho. Una mujer que entraba y pedía un helado de vainilla, se sentaba junto a la ventana y miraba pasear a la multitud. Un hombre mayor que entraba con su nieta, pedía un café y un helado de fresa para la niña y se sentaban en los sillones de detrás suyo. Y, por último, el hombre que destinaría a todos ellos a morir.

No era la primera vez que veía catástrofes en sus premoniciones. Podía ver los siguientes diez minutos que transcurriesen en el futuro de donde él se encontraba, de modo que había visto accidentes, se había anticipado a sorpresas y había adivinado malas noticias. Sin embargo, nunca estuvo tan aterrorizado como ahora. Los segundos pasaban y el hombre que entró con las manos en los bolsillos y la capucha tapándole la cara le hizo temblar de arriba a abajo. Se levantó, preparado para marcharse y no tener que presenciar el espectáculo. Solía pensar que era mejor no inmiscuirse en las voluntades y los misterios del tiempo, pero aquella tarde ya no supo que pensar. Había visto el futuro claramente. Todas esas personas muriendo a tiros, el maníaco desnudando a la niña del helado de fresa y llevándosela, mientras el abuelo agonizaba, todavía vivo, y veía cómo su nietecita era secuestrada con la probablemente funesta consecuencia. El dependiente, derrumbado sobre el congelador de los helados, con la sangre goteando en el de chocolate y en el de leche merengada. La hermosa mujer del helado de vainilla manchando el sillón, la mesa y el cristal con la sangre que gorgoteaba desde los cuatro agujeros que llevaba en el pecho. Se puso rojo de furia, se quitó la capucha y un destello azul brilló en la tienda mientras se dirigía a grandes zancadas hacia el criminal.

Cuando estuvo a punto de tocarle la espalda, no supo lo que hacer. Tuvo entonces otra visión. Vio cómo el hombre se daba la vuelta y lo mataba a él el primero de todos. Después se le oía gritar a él diciéndole a la gente que huyera. La mujer y la niña conseguían escapar, pero él y el viejo morían, y el dependiente era noqueado. Hasta ahí llegaba su visión. Decidió cambiar sus actos y quedarse haciendo cola tras el hombre en lugar de atacarlo por la espalda. La visión cambió, y esta vez veía cómo morían todos. Entonces se le ocurrió otra idea. ¿Qué pasaría si se le colara?

Puso un pie fuera de la cola y empujó levemente al criminal para ponerse delante. La visión volvió a cambiar, y se vio a él mismo con un tiro en los riñones. Antes de que eso pudiese pasar, se dio la vuelta y le dio un puñetazo en la cara al criminal. La gente, sin saber lo que estaba pasando, se alarmó y se quedó mirando la escena. La visión volvió a cambiar, y vio cómo el hombre se recuperaba y sacaba la pistola del bolsillo. Sin embargo, a partir de ahí sólo amenazaba, ya que el golpe le había dejado atontado. El chico esperó a que esto pasara y que la gente se alarmara para gritarle al dependiente que llamara a la policía y saliera corriendo. Éste hizo caso, aterrorizado, y huyó de la tienda con los demás. Todos se habían salvado. Ahora estaba a solas cara a cara con el maníaco, y las predicciones no eran demasiado piadosas con su propia vida si se quedaba más tiempo parado. Pensó en huir también, pero le llegó a la mente la imagen de sí mismo muriendo por un tiro en la nuca. Pensó en enfrentarse a él, pero vio cómo en la confusión disparaba el gatillo y le daba en una pierna. Luego lo mataba.

Se le acababa el tiempo y no sabía lo que hacer. Bloqueado como estaba, acabó colapsando y tirándole un vaso a la cabeza. Nunca había estado tan cerca de la muerte como en ese momento. Acertó en el blanco, dejando al loco unos segundos trastocado. La visión ahora le mostraba varias opciones que escoger. Una de ellas era coger uno de los cristales rotos y apuñalarle la mano. Pensó más en esta imagen y vio cómo fallaba, cómo el otro le daba un empujón y cómo le disparaba hasta dejar el cargador vacío. Descartó esta opción y observó la siguiente. En ella, le daba otro puñetazo al maníaco en la nariz y lo tumbaba en el suelo, no sabía si inconsciente o muerto. No queriendo arriesgarse a matarlo (nada más que por pena), consideró la siguiente opción: darle un puñetazo en el estómago, quitarle la pistola y vaciar el cargador en uno de los sofás. Esta opción le gustaba más; así el loco estaría completamente desarmado. Se movió rápido entonces y atinó bien el puñetazo en el estómago. Acto seguido, mientras el agredido por el puñetazo del vidente se inclinaba hacia el suelo prácticamente sin respiración, fue empujado para que perdiera el equilibrio y soltara más fácilmente el arma. Cuando agitó los brazos hacia atrás y cayó de espaldas, el chico cogió la pistola y la disparó sobre el sofá hasta vaciarla de munición. Entonces la lanzó al suelo y esperó a la policía.

Como él había predicho, llegaron pronto, a los cinco minutos de terminar la refriega. El criminal todavía estaba aturdido cuando ellos llegaron, y tras un breve interrogatorio al chico de pelo azul decidieron llevárselo con ellos a comisaría para uno más específico. Cuando llegaron, lo metieron en una sala insonorizada con un gran espejo en una pared y una mesa con micrófonos en mitad de la sala. Se sentó en una de las sillas y esperó. Al cabo de un rato, un señor grande con una gran tripa entró. Llevaba un sombrero que le tapaba la mitad del rostro, y la otra mitad estaba cubierta por una gran barba blanca. El joven ya sabía qué era lo que iba a preguntarle ese hombre.
—Un pelo muy peculiar. Es bonito.
—Gracias. No es teñido.
—Lo sé. Y apostaría mi mano izquierda a que tú sabes a lo que vengo.
—Sí.
—¿Y bien? ¿Formarás parte de mi equipo?
—Sé que venía a hacerme una propuesta en relación a eso, porque lo vi, pero no sé ni las condiciones del trato ni si me lo va a pagar.
—Te pagaré mucho más de lo que puedas gastar, y la única condición es que me prestes tu asombrosa facultad de ver el futuro para ayudarme a combatir contra mi mayor enemigo.
—¿Sabe usted que sólo puedo ver el futuro en diez minutos, verdad?
—Así es, pero a mí me basta y me sobra con eso. ¿Y bien? ¿Ahora qué me dices?
—¿Qué será de mi familia?
—No podrás llevártela, pero gracias a mi habilidad ellos no sabrán siquiera que tienen un hijo. No se preocuparán por ti.
—Espera. ¿No sabrán que soy su hijo? ¿Y si quiero volver después?
—Entonces haré que se acuerden. No te preocupes por eso, querido. Todo aquello que hago, puedo deshacerlo.
—...De acuerdo.
—¿Vendrás?
—Sí... Si dice que a mi familia no le pasará nada...
—¡Bien! Entonces arreglemos el absurdo papeleo que nos espera aquí en la comisaría, y marchémonos.
—...No piensa hacer ningún papeleo, ¿verdad?
—¡Qué listo eres! Venga, mueve.

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