viernes, 4 de julio de 2014

Capítulo VIII

12-09-1855

Tras bastantes años de búsqueda he dado al fin con el Mensajero Veloz. Estamos tramando planes. De momento ya sabemos que Todo ha vuelto a las andadas y el mago que se fotocopiaba ha muerto también. Este me duele bastante, no era un mal hombre. Eso sí, un poco agresivo, pero todos tenemos nuestros defectos. Estamos a la espera de que vuelva a morir alguien (o dimita) para empezar a movernos. El Mensajero Veloz ya conocía a la mecánica que conocí hace diez años, pero desgraciadamente ha muerto en una explosión. Esto dificultaría las cosas si no fuera porque el Mensajero también sabe dónde se ocultaba el enemigo de Todo. Ya decía yo que era un tío inteligente.

La única manera de derrotar a Todo es aislarlo. Por eso creemos que quizá traicionarlo y dejarle sin nada es una buena idea, pero tras eso hay que atacar, ya que tendrá las defensas bastante bajas. Lo que no sabemos es cómo hacer eso, ya que como he dicho necesitamos al ejército y Todo no tardará en empezar a moverse. Mi hijo ya cumplió los 12 en junio y ya es mejor que yo y que muchos en el manejo de la espada de estoque. Además, su capacidad de interpretación de glifos y runas es mucho más potente de lo que todos nos imaginábamos. Es probable que pueda aplicarlo a la batalla llegado un momento. Pero todavía no se lo hemos dicho, no vaya a ser que se descontrole y acabemos mal. Seguiremos pensando estrategias y el momento de comunicarle el poder que tiene, ya que no es algo que se diga a la ligera. Veremos...


Capítulo VIII: Acero templado

En lontananza se observaba la figura de un hombre con capa. Las dunas del infinito desierto de Korb se alzaban, imperiosas y mortales, ante la sombra y la fortaleza del ermitaño. Era muy alto, con la piel tostada por el sol y un rostro de rasgos afilados. Acostumbrado a las épocas de sequía por haber vivido tanto tiempo en aquel planeta desértico, miraba desafiante al sol que se ponía en el oeste, sintiendo el asfixiante vapor que despedía la arena que pisaba, ardiente, bajo sus pies. Se ajustó el sombrero y siguió avanzando en busca de un oasis donde descansar.

Llevaba en el cinto un machete largo y acabado en plano, y tenía la mano derecha apoyada en él. A grandes zancadas avanzada por la arena que se hundía bajo sus pies. Miró al horizonte y bajo la luz del crepúsculo le pareció observar un oasis, pero al enfocar mejor la vista observó que se movía. Levantó una ceja y se detuvo para analizar mejor lo que veía. Efectivamente, se movía. Y no sólo eso, sino que encima se dirigía hacia él. Cuando estuvo un poco más cerca pudo ver que era una duna gigante que avanzaba velozmente abriéndose paso entre las demás, con un charco de agua en la parte de arriba y varias palmeras datileras alrededor. Sorprendido, se ocultó detrás de otra montañita de arena. Cuando llegó a su altura, la duna se detuvo. El hombre se levantó y salió de su escondite. Lentamente, se acercó al oasis andante, pero en cuanto rozó siquiera la arena de su falda, con un grito surgió una especie de tortuga negra de coraza blanca, con las palmeras y el estanque en su caparazón, fijos. Se alzó varios metros por encima del hombre y, levantando viento, le voló el sombrero. Se reveló entonces contra el sol un rostro bastante más joven de lo que parecía.

La tortuga miró directamente a los ojos del hombre y trató de aplastarle, pero éste saltó fuera de su alcance y desenvainó su machete. Se lanzó a por la pata del animal, pero éste la escondió dentro del caparazón y dejó vencer el peso de la pata que le faltaba sobre el hombre. Lo aplastó. Sin embargo, tras unos segundos de silencio, la tortuga comenzó a notar que algo se movía bajo el caparazón inclinado.

Cuando se levantó, sacando de nuevo la pata fuera, descubrió que el hombre había transformado su machete en un gran escudo con el que se cubrió y se hundió en la arena. Tras haber aguantado la respiración durante un momento, el hombre se volvió a levantar, devolvió la forma de machete a su nuevo escudo y arremetió de nuevo contra el animal. Éste, lento como era, no pudo esquivar el corte rápido que realizó el hombre sobre su pata y lanzó un alarido de dolor. Su atacante se deslizó por la arena hasta la otra pata y repitió el ataque, provocando que la tortuga cayese de cara contra el suelo al faltarle la fuerza de las patas de delante. Quedó inconsciente. El hombre saltó a las patas y caminó hasta la cabeza, donde aumentó el tamaño de su machete y lo transformó en una larga espada con la que mató a la bestia, clavándosela en la nuca. El animal se retorció un poco antes de morir.

Entonces, el hombre bajó de un salto, recuperó su sombrero (que había caído unos metros más allá), subió de nuevo a la grupa del animal muerto y rellenó su botella en el estanque. Tras eso y beber agua, se echó a descansar a la sombra de una palmera hasta que escuchó una voz que lo llamaba.
—Eh, tú, el de la tortuga gigante muerta.
—¿Eh? Ah—Se giró, sorprendido de nuevo—. ¿Quién es usted y qué hace aquí? Esta ruta es poco transitada por los Ermitaños.
—No te equivoques, no soy uno de ellos. ¿Te has cargado tú solito a la bestia?
—Sí, señor. Con mis propias manos. Le vendo la carne, si le interesa; o incluso la piel.
—No, no, me interesa otra cosa. ¿Cómo lo venciste?
—Con mi machete. ¿Con qué si no?
—Bien, bien... ¿Quisieras trabajar para mí? Como... cazador.
—Si no le conozco de nada.
—Tendrás tiempo para conocerme si aceptas mi propuesta.
—¿Qué gano yo con esto? ¿Me pagará?
—¡Por supuesto! Además serás tratado como un rey.
—No me convence... ¿Y si me está engañando?
—¿Engañando? Bien, ¿quieres pruebas de que no es así?
—Si no es molestia...
—Bien, como prueba tienes este bicho que te acabas de cargar. Ha sido enviado por mi mayor enemigo para destruirte. A ti y a todo lo que encuentre por delante.
—¿Por qué debería creerte?
—Porque yo no tengo motivos para atacaros ni a ti ni a tu planeta. Yo ya tengo todo lo que deseo, y puedes observarlo en mis ropas—se tiró un poco de la chaqueta para demostrarlo—. Sin embargo, este enemigo no; cada día desea más y más. Y no parará hasta conseguirlo. ¿Quieres ayudar a tu planeta y colaborar conmigo para acabar con él o prefieres morir sin hacer nada?
—Supongo que tiene razón... Pero sigue sin haberme dicho quién es usted.
—¿Pero aceptas o no?
—Que sí... Pero que quiero saber quién es.
—Bien. Mi nombre es Todo, y escucharás más sobre mi historia en cuanto estemos en mi mansión.

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