27-07-1843
Hace más de una semana que
abandoné la mansión de Todo y todavía no me ha encontrado. O no ha
empezado a buscarme. Quizá está demasiado ocupado dando sepultura a
todos sus experimentos fallidos, como la chica que se transformaba en
lobo. La han encontrado muerta esta mañana en extrañas
circunstancias en su jardín. Irónico. Me recuerda un poco a cuando
los guardias del rey te mataban al perro para que contribuyeras al
impuesto de seguridad del ciudadano. A esta quizá la haya envenenado
y todo. Aunque no traté mucho con ella recuerdo que tenía mucho
carácter y le costaba bastante reprimirse cuando le daban órdenes.
También era muy mandona. Lo dicho, no me extrañaría que a esta la
hubieran asesinado a propósito.
En otro orden de cosas, por fin mi
mujer dio a luz a mi hijo y todo salió bien. Lo que me molesta es
que llora por todo. Me asusta que pueda llegar a llamar la atención
de Todo. Lo dudo, porque últimamente hay un número bastante alto de
nacimientos, y no creo que prestase atención a uno de cientos. Sin
embargo, para andar con más cuidado, yo mismo me ocupo de los
cuidados del niño. Mi mujer se queja porque piensa que puede
volverse un bestia. Y eso que todavía no le he dicho que en cuanto
pueda sostenerse de pie le voy a enseñar a usar la espada...
Capítulo IV: La
danza de las espadas
Sentado en un banco en la calle donde ambos se criaron. Así es como
le gustaría tener grabado en la memoria el recuerdo de su mejor
amigo en aquel momento en el que huía corriendo de un ejército
entero de guerreros metálicos dispuestos a matarle. Mientras huía,
venía a su mente una y otra vez el instante en el que, tan
tranquilos como estaban, sentados gastándose bromas el uno al otro,
una ráfaga de viento huracanado les arrancó de sus asientos y los
mandó a la otra punta de la calle. En medio de la confusión, se
miraron el uno al otro. Luego él oyó algo silbar en el aire y
dirigió la mirada hacia de donde provenía el sonido, pero para
cuando quiso avisar a su amigo ya era demasiado tarde. Una lanza le
atravesó la garganta y murió en el acto.
Un torbellino de sensaciones atravesaban la cabeza de aquel joven
que ni siquiera llegaba a los 18 años. Las lágrimas corrían por su
rostro, pero su mente estaba tan embotada y se movía tan deprisa que
no alcanzaba a adivinar por qué. Sin embargo, tenía una cosa clara:
tenía que seguir corriendo.
Callejeando, escapando de los guerreros de metal, llegó a la plaza
del pueblo. Allí un montón de gente lo miraba desconcertada.
—¡Huid, insensatos! ¿¡O acaso queréis morir!?—gritaba él.
La gente no comprendió hasta que no vio de frente las moles de
acero. Fue entonces cuando huyeron corriendo, algunos tropezando y
trastabillando, pero sin uno solo que no gritara con todas sus
fuerzas. Él corrió a la fuente y la rodeó, con la esperanza de
darles esquinazo entre todo el gentío, pero entonces escuchó una
voz gritar entre toda la multitud.
Se dio la vuelta y entonces vio a una niña, que tenía los cordones
desatados y se había tropezado y caído. Ya había un guerrero que
se dirigía a masacrarla. Como un reflejo, el joven salió disparado
hacia la niña y la sacó de la trayectoria de la lanza del
monstruoso coloso, que dirigió una lenta mirada vacía hacia el
salvador y la rescatada. Con un movimiento rápido, el muchacho le
quitó los zapatos a la niña.
—¡Corre, corre como no has corrido nunca! ¡¡Vamos!!
La niña, horrorizada, escapó hacia una calle estrecha llena de
sombras. Sólo quedaron el guerrero y el joven.
—Hostia puta—dijo, mientras la sombra del gigante empequeñecía
su cuerpo.
El titán de acero levantó una pierna para aplastarlo, pero
afortunadamente, pudo revolcarse en el suelo y esquivarla. El titán
recogió la lanza que antes le había tirado a la niña y apuntó
contra el insignificante humano que era su presa. El otro tropezó y
cayó de bruces, levantando la mirada y poniendo la mano delante como
si eso lo fuera a salvar. Fue entonces cuando sintió el calor en la
mano y oyó el metal rechinar.
Cuando abrió los ojos, descubrió que la lanza había sido cortada
al largo con un filo incandescente. No supo lo que había pasado
hasta que vio el misterioso objeto afilado clavado en la frente del
guerrero de acero. Era una espada, con la hoja al rojo vivo, que
fundía el metal del titán como si fuera mantequilla entre los
dedos.
Se levantó. Ahora sabía que tenía la partida ganada. Dirigió la
mano hacia la frente del coloso y con varios movimientos rápidos,
manejó a distancia la larga espada, cortando en pedazos con su filo
caliente al guerrero de metal. Se dio la vuelta y vio a los otros que
se dirigían hacia él. Sonrió levemente.
—Ay, cómo me lo voy a pasar.
Levantó los brazos y, junto a la espada de antes, aparecieron
diecinueve más. Con sus hojas ardientes, daban vueltas en círculos
alrededor del muchacho, que agitó los brazos y movió las manos con
maestría para cortar el acero que lo atacaba. Diez de los guerreros
cayeron en el embate de esas veinte espadas. El muchacho corrió
entonces y saltó entre los escombros, con las espadas siguiéndole.
Se dirigió hacia la siguiente horda pasando entre ellos con gracia y
agilidad, y las espadas los atravesaron con la misma facilidad. Se
volvió sobre sus espaldas y montó sobre un monopatín que habían
dejado abandonado en el suelo. Velozmente, rodeó a los colosos que
quedaban por exterminar. Desde detrás, volvió a mover las manos y
los brazos, causando una masacre de guerreros de acero.
Se oyeron los golpes del metal frío en el suelo, y tras eso, un
silencio sepulcral. Sólo la respiración cansada del joven, que
miraba su obra, era escuchada en esa plaza, junto con el sonido del
agua de la fuente. Tras unos instantes, se escuchó un eco metálico
y unas fuertes pisadas que se dirigían hacia su posición. Se dio la
vuelta y vio a un gigante dos veces más grande que los guerreros a
los que acababa de masacrar. Éste portaba un martillo con pinchos,
el cual no dudó en empuñar para aplastarlo ahí mismo. De nuevo, el
muchacho hizo gala de su agilidad y pensó. Aquel bicho era demasiado
grande como para cargárselo como a los otros. Pensaba mientras
esquivaba los golpes, y entonces vio cómo una espada se mojaba en el
agua de la fuente. El resultado fue la evaporación del líquido. Al
muchacho se le ocurrió una idea.
Corriendo, se situó de modo que la fuente estuviera interpuesta
entre el gigante y él. Invocó varias espadas ardientes más y
esperó a que el coloso se acercase a la fuente. Una vez estuvo lo
suficientemente cerca, él agitó el brazo y llevó todas las espadas
juntas al agua.
El resultado fue un montón de vapor de agua, que entorpeció la
visión del guerrero de metal el suficiente tiempo como para que el
joven invocara otras veinte espadas de acero ardiente y las lanzara a
través del humo. Éstas atravesaron al monstruo como si fuera de
papel y lo dejaron fuera de combate. Con una sonrisa irónica, el
joven murmuró unas palabras ininteligibles y miró hacia el cielo.
Todas las espadas desaparecieron. Cerró los ojos y dejó que el aire
le secase el sudor. Entonces escuchó una voz a sus espaldas.
—¿Te lo has pasado bien?
Se giró inmediatamente y vio a un señor mayor y bastante gordo que
estaba sentado en uno de los cascos de los guerreros. No podía
distinguirlo bien por culpa del brillo del sol sobre la coraza
metálica, pero su voz sonaba gutural y horrible.
—Supongo.
—¿Te gustaría cargarte a más de estos?
Miró a su alrededor y pensó durante un segundo. Le vino a la mente
el recuerdo de su amigo siendo atravesado por una lanza y la furia le
inundó el cuerpo.
—Sí. Hasta que no quede ninguno.
—Bien. Entonces creo que podemos llegar a un acuerdo.
—¿Quién es usted?
—¿Yo? Un hombre, que casualmente lucha contra el mismo enemigo que
tú. He visto cómo mataban a tu amigo.
—¿Cómo se llama?
—Eso te lo diré si aceptas el trato que te voy a ofrecer.
—Pues adelante. Hable.
—Bien: quiero que te unas a mis filas como guerrero. Mi enemigo, y
el tuyo, es un ser muy poderoso, y necesito ayuda para acabar con él.
¿Qué me dices?
—¿Y yo qué gano?
—¿Acaso quieres más aparte de la posibilidad de vengarte?
—Sí. Soy un tipo ambicioso, qué le voy a hacer—sonrió.
—Sí, creo que te entiendo... Yo también soy un tipo
ambicioso—quizá el hombre sonriera; eso nunca el joven nunca lo
supo—. Tendrás un lugar al que ir. Gente con quien relacionarte y
volver a tener seres queridos. Porque, no sé si lo sabes, pero los
guerreros también acabaron con tu familia. Y con la de tu amigo.
El muchacho empalideció de repente. Apretó los puños intentando
contener las ganas de llorar, pero a duras penas lo conseguía.
—Puedes llorar si quieres. Aunque sabes tan bien como yo que eso no
los hará volver. Y bien, ¿qué me dices?
—Yo...—el joven sorbió mocos y miró con rabia al hombre.
Entonces, de forma entrecortada e hipando, habló de nuevo—. Cuente
conmigo.
—¡Maravilloso! Ahora, si no te importa acompañarme...
—Ahora me tiene que decir cómo se llama. Ese era el trato—el
chico se limpió los mocos con la manga.
—¡Ja, ja, ja! De acuerdo. Te lo diré. Pero no aquí... Cuando
estemos en mi casa.