jueves, 26 de junio de 2014

Capítulo II

20-07-1843

Me han traído noticias desde la mansión del señor. Al parecer, uno de los otros 12 a los que entrenaba conmigo ha muerto en extrañas circunstancias. Curioso hecho, aunque no extraño, ya que el afán de experimentación de ese hombre no tiene límites como puede serlo por ejemplo una vida humana. Seguramente yo hubiese acabado igual, y los demás pronto harán lo mismo. Los que no han escapado todavía, que creo que no son muchos. Aunque les aguarda el mismo destino que a mí. Triste, muchos de ellos tienen familiares.

También me han dicho que ya está buscando sustitutos para aquellos que mueran. No sé cuánto tiempo durará esto. Hace tres días todavía pensaba que sus planes saldrían a relucir pronto incluso sin mi ayuda, sin embargo ahora que se ha quedado sin la ayuda de otro sirviente... Me dijeron que fue el del oxígeno. Supongo que Todo pretendía que además también pudiese aislar otros componentes del aire. ¿Hasta tan lejos planea llegar?

Por otro lado, he encontrado una manera de ocultar a mi hijo de Todo. A plena vista. Nos cambiaremos de nombre y viviremos en las afueras de la Ciudadela. Aunque quizá tengamos que cambiar de hogar pronto, de momento es un buen escondite, ya que conociendo al señor, nunca buscará en lugares demasiado obvios. Tengo que informarme pronto. Mi mujer dará a luz en apenas un par de semanas. Mientras tanto, mi primo puede hospedarnos cerca del castillo. Es arriesgado, pero como ya he mencionado antes, no buscará allí. Hay que actuar con prudencia, adelantándose al enemigo, o jamás lograremos atisbar la esperanza de la victoria en la lejanía...


Capítulo II: El halcón de las montañas

Dos veces tuvo que levantarse aquella noche, empapada en sudor. Las pesadillas atenazaban su espíritu y la atemorizaban de modo implacable aquella noche de verano. Su diminuto y rollizo cuerpo daba tumbos por la gruta de la pequeña colina en la que su casa estaba enterrada. Se acercó a la cavidad donde un pequeño manantial vertía agua en una roca cóncava y se aclaró el rostro. Soñaba con miles de enemigos acercándose a las Montañas Azules. Veía a todo su pueblo siendo arrinconado por los crueles que los discriminaron siglos antes.
Se disponía a volver a la cama cuando se cruzó en el túnel con uno de sus hermanos. Éste iba y venía por el pasillo, preocupado, metido en sus propios pensamientos y murmurando palabras ininteligibles.
—¿Estás bien?—preguntó ella.
—No... Estoy preocupado. Esta noche me he caído de la cama y, con la oreja pegada al suelo, he podido oír cientos de pisadas...
—Quizá fuera sólo tu imaginación...—comenzó a sudar de nuevo y se tiró al suelo, con la oreja pegada a éste—. Y te lo voy a demostrar. ¿Ves? Es todo tu imaginaci...
Entonces lo oyó. Las pisadas que su hermano decía. Corriendo, salió de la casa, ignorando los gritos de advertencia de su hermano.

El amanecer despuntaba en el este cuando la joven salió de su casa. A esa altura no se veía nadie que se acercase. Salió corriendo hacia arriba de la colina buscando un punto más alto desde el cual observar, pero se vio detenida por la fuerte mano de su hermano, que la sujetaba por el hombro.
—¿A dónde crees que vas? ¡Primero tenemos que avisar al jefe, no podemos huir tal cual!
—¿Y tú qué sabes si estoy huyendo o no? ¡Suéltame, pedazo de animal! ¡Me haces daño!
—¡Tú sí que te vas a hacer daño si no sigues el procedimiento estipulado! ¡Que está para algo, joder!
—¡No como tú! ¿Verdad?
Furiosa, se revolvió y consiguió zafarse. Aprovechando que era más veloz que su hermano, se escurrió corriendo colina arriba, pero cuando ya estaba llegando hasta arriba, tropezó. Temió que su hermano pudiera alcanzarla, pero cuál fue su sorpresa al ver que no llegó a tocar el suelo.
Se encontró flotando en el aire, en mitad de la fría brisa del alba, boca abajo. Tras estabilizarse, miró a su hermano, que se encontraba tan sorprendido como ella, un poco más abajo. Observó a su alrededor, y luego al suelo, para asegurarse de que lo que estaba ocurriendo era verdad: estaba volando.
—O-oye... Pero qué...—su hermano la miró con una mezcla de asombro y terror—. Ba-baja de ahí...
Ella lo miró y sonrió.
—Sí, claro.
Y entonces se elevó por encima de la colina. Dio vueltas, hizo tirabuzones y rozó las nubes bajas con los dedos. Mientras tanto, se reía, feliz. ¡Qué libertad! ¿Cómo era posible...?
De pronto, se detuvo, con la vista más allá de las colinas, hacia el sur. Lo que vio atenazó su corazón como si fuera la mandíbula de un perro de presa. Un ejército de mil hombres se dirigía hacia las Montañas Azules, con sus armas, caballos y odio. La joven bajó todo lo rápido que pudo, y pasó rozando por el suelo hasta llegar a la casa-cueva del jefe. Allí se detuvo, se posó en el suelo y, desesperada, golpeó la puerta con todas sus fuerzas. La mujer del jefe salió a recibirla.
—¡Oh, hola, Pe...!
—¡¡Vienen los hombres!! ¡¡Son muchos, un ejército de mil o más!! ¡¡Avise al jefe, deprisa!! ¡¡¡DEPRISA!!!
—Pero, ¿estás segura? Desde la torre de vigilancia no ven na...
—Yo los he visto, ¡créame! ¿¡Por qué tendría que engañaros!? ¡Hay que evacuar las montañas deprisa! ¡¡Vamos!!
—De acuerdo, de acuerdo, cálmate... ¿Dónde están?
—Aproximadamente a diez kilómetros, pero avanzan muy rápido... Dentro de poco estarán aquí.
—Vale, avisemos a mi marido.
La mujer hizo entrar a la joven dentro de la casa, para que le explicase la situación al jefe. Tras pensarlo mucho, él la miró con ojos penetrantes, como intentando descubrir la verdad tras una broma de mal gusto. Pero lo único que encontró en los ojos de la muchacha fue puro terror. Se levantó del asiento y se dirigió resueltamente hacia la torre de vigilancia.
Media hora más tarde, todo el pueblo se dirigía sierra adentro, por las grutas y caminos de emergencia, hacia los refugios situados en la otra parte de la cordillera. La muchacha iba al lado del jefe, caminando con rostro sombrío y pálido.
—¿Estás bien?—el jefe le dio una palmada en la espalda—¿Necesitas agua?
—No, no... Gracias...
—Bueno. ¿Me contarás cómo adivinaste que venía el ejército de los hombres? ¿O tendré que adivinarlo?
—Bueno... Anoche no podía dormirme. Tenía pesadillas. Cuando me levanté a lavarme la cara para quitarme el sudor, encontré a mi hermano, que se había caído de la cama por la noche y, con el oído pegado en el suelo, había escuchado un montón de pisadas que se dirigían hacia aquí. No le creí, así que pegué el mío al suelo también para demostrarle que eran imaginaciones suyas, pero entonces yo también las oí. Alarmada, quise subir arriba de la colina para asegurarme de que no era nada grave. Amanecía y la luz todavía era escasa, así que tropecé. Pero, en lugar de caer al suelo... Volé.
—¡Jo, jo, jo! ¿Que volaste?—el jefe se lo tomó a broma. Le revolvió el pelo y siguió caminando, mirando hacia el frente—. No digas tonterías. Quizá estabas todavía un poco dormida, y simplemente caíste cuesta abajo. Entonces subiste hacia la cima de la colina de nuevo y viste al ejército...
—¡Que no! ¡Que volé! ¡Y puedo demostrárselo!
—¿Ah, sí?—el rostro del viejo se volvió severo de repente—. Si es así, hazlo. Si no, volveremos al pueblo. No es un asunto de broma del que hablaste, y tampoco este. No podemos permitirnos equivocarnos con respecto a los enemigos, y menos dejar nuestro hogar a su suerte por escuchar las necias advertencias de una jovencilla que cree que sabe volar.
—Muy bien, viejales. Tú te lo has buscado—la joven se concentró y echó a correr por el camino—. ¡Já!
Tras coger carrerilla, la muchacha dio un pequeño salto. Todos quedaron expectantes a lo que sucedería entonces. Y cuando salió volando por los aires y describió tirabuzones en el cielo, el jefe del pueblo se detuvo. Miró a su alrededor, luego de nuevo a la joven, y después reemprendió la marcha, tras gritar unas palabras en un antiguo idioma sólo conocido por los miembros de la tribu de las montañas. El pueblo se movió entonces por los caminos mucho más rápido que antes, azotados por la prisa. La joven, de cuando en cuando, se elevaba más arriba y afinaba la vista, para ver cuánta distancia los separaba de sus enemigos. Informaba al jefe y planeaba a media distancia, entre la tierra y el infinito.
Tras un día y medio de viaje, el pueblo llegó a los refugios. Allí se preparó todo para acoger a todos los ciudadanos, y los miembros del pequeño ejército de defensa cogieron armas para dispersarse por la montaña y acabar con quien intentase acercarse. La muchacha quedó como vigía e informadora de la situación del ejército el enemigo. Cuando éste, por fin, se retiró, derrotado por el hambre, las guerrillas y el cansancio, el pueblo volvió a su respectivo hogar. La joven fue galardonada por su habilidad y capacidad de reacción.
Unos días más tarde, la muchacha recibió una visita en plena noche, tan discreta que ningún miembro de la casa oyó la llamada a la puerta excepto ella. Cautelosa, fue a recibir al extraño que, sigilosamente, se había infiltrado en el pueblo, y que ahora reclamaba su presencia. Todo lo que pudo ver al contraluz de la luna era una sombra grande y oronda que se alzaba sobre ella, y que, con una voz profunda, pronunciaba su nombre.
—¿Quién me reclama?
—Tu futuro señor. Me han llegado noticias de tu asombroso poder, y tengo un favor que pedirte...
—¿Quién es usted?
—Puedes llamarme Señor. Así es como me conoce la mayor parte de la gente. Ahora, por favor, escúchame.
—Eres un hombre. ¿Cómo te has metido aquí sin que te vieran los vigilantes?
—Por favor, querida, es algo urgente...
—¿¡Y por qué estás tan gordo!?
—¡Basta! ¡Ahora me escucharás! ¡Necesito que te unas a mis filas!
—¿Y por qué yo?
—Porque tienes un poder que yo necesito. Si te unes a mis aliados y aceptas que ser entrenada para mejorar tus aptitudes como guerrera...
—Yo no me pego con nadie. Prefiero sentarme a mirar, o huir. Depende.
—De acuerdo, pues no pelearás. Serás mi vigilante personal. Mi espía. Mi halcón. ¿Estás dispuesta a hacerlo?
—¿Y yo qué gano con esto?
—Tus preguntas están empezando a molestarme seriamente...
—He dicho que qué gano.
—Protección para tu pueblo. Jamás os veréis atacados por los hombres, y si llega a pasar, no podrán vencer las murallas que yo les impondré. ¿Trato hecho?
—...Mira, voy a serte sincera. No confío en ti. ¿Quién me asegura que cumplirás con tu palabra?
—Yo mismo. Podría acabar con tu vida y con la de todo tu pueblo con un chasquido de dedos, y sin embargo, no lo he hecho. También podría llevarte por la fuerza. Te estoy dando la opción de elegir. ¿Y bien?
—...
—¿Y bien...?
—De acuerdo. Pero déjame coger un par de cosas primero.
—Tómate el tiempo que necesites, nadie en este pueblo verá el amanecer hasta que nos hayamos marchado...



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