viernes, 18 de julio de 2014

Capítulo X

22-02-1863

Ya tenemos más o menos un plan elaborado. Mi hijo va a cumplir 20 años en junio, y la cosa se está volviendo urgente. Ya sabe dominar con bastante soltura los glifos y las runas como encantamientos, y sus habilidades se refinan día tras día. No deja de entrenar con su estoque. A veces me da la sensación de que ya sabe lo que va a pasar y se prepara para ello. Hablando de saber lo que va a pasar, una de las mentes maestras de Todo cayó ayer. Era el que veía el futuro. No sé por qué murió, pero el señor ha dicho públicamente que fue porque tomó un medicamento que reaccionó con la sustancia de un alimento en mal estado y le costó caro. Esto es un eufemismo de que lo mató experimentando, supongo, pero a veces incluso la más vil de las mentes dice la verdad. No lo sé.

Bueno, eso. El plan. Todo comenzó a viajar hace unos años para reunir un ejército nuevo, y aunque todavía no se ha visto que tenga a nadie bajo su custodia me da mucho miedo lo que pueda pasar. Sé que mi hijo tendrá que formar parte de un ejército algún día, y a sabiendas de eso el Mensajero Veloz me recomendó que lo metiese allí. Casi lo mato por sólo mencionar la idea, pero luego recordé que quizá fuera lo más sensato. No lo mataría sabiendo que sus experimentos no habían dado resultado antes; tan solo se limitaría a entrenarlo. A entrenarlo MÁS. Y eso es bueno. Aunque para eso tendría que convencer a sus compañeros de traicionar a Todo, y eso no es empresa fácil. Hay que seguir pensando, sobretodo porque si el señor se entera antes de tiempo de todo esto los matará a todos y buscará otro ejército, y no podemos permitirnos eso. Ha de ser todo muy velado. Por eso, creo que necesitaré la ayuda del Mensajero Veloz un poco más. Se me ha ocurrido una idea.


Capítulo X: A mis pies

“Me gustaría no haber nacido”. Eso pensaba aquel pobre niño, sentado en su cuarto, con la cara llorosa entre las manos y rodeado por una muchedumbre que por la ropa que vestían debían de ser sus sirvientes. El lujo inmerecido lo había llevado al silencio perpetuo, y dejó de hablarles incluso a aquellos que se quedaron a cargo de su cuidado cuando sus padres murieron. Se dedicaba tan solo a jugar al ajedrez con la gente que su poder no era capaz de dominar, y a sentir ganas de morirse mientras, encerrado en su propio mundo, le carcomían la soledad, la tristeza y la vergüenza.
—Señorito...—una de las sirvientas se adelantó, preocupada, y con una caricia intentó consolar al niño—¿Quiere que le traigamos algo de comer, o jugar al ajedrez un poco...?
—No... ¡¡No!! ¡¡Sólo quiero que me dejéis en paz!!

El grito asustó a la sirvienta. Miró a sus compañeros, un tanto disgustada, mientras ellos se encogían de hombros y se marchaban. La última en irse fue ella, que se resistía a dejar al pobre niño en las manos de la oscuridad. Cuando por fin hubo salido, el niño sollozó abiertamente durante un momento, hipó un poco y se limpió los mocos con la manga de la chaqueta. Después, se quitó las lágrimas y se levantó. Miró por la ventana abierta.

Ya era de noche, y los jardineros se afanaban por recoger los últimos trastos y conectar las mangueras para humedecer un poco el agua. Todo aquello le daba asco. Tanto dinero, tanto lujo, tantas cosas bonitas, ¿para qué? Y este poder tan tonto. ¡Ya tiene un montón de sirvientes! Más le habría valido si se hubiera quedado huérfano y en la calle que con gente que le cuidara y dinero para pagarles. La sombra del odio se asomaba por sus ojos de zafiro. Odio a los asesinos de sus padres, odio al dinero, odio a sus padres, odio a sus sirvientes y sobretodo odio a sí mismo y a su poder.

Llamó a uno de sus mayordomos. Este llegó enseguida, con las manos en la espalda y con el pelo negro engominado goteándole. El mayordomo miró al niño con cara de tristeza, como sabiendo que algo malo le pasaría pronto. El señorito le miró furioso a los ojos y ordenó.
—Tráeme la espada de mi abuelo.
Y el mayordomo, como hipnotizado, asintió, le hizo una reverencia a su joven amo y respondió con voz monocorde:
—Sí, mi señor.
Y desapareció tras la puerta. Al rato, volvió con una larga y afilada hoja plateada como la luna con una empuñadura de oro incrustada en piedras preciosas. Tras entregarla, desapareció.

El joven la sujetó con la mano derecha, horizontalmente. Se veía reflejado en el filo de la espada, pálido como un muerto, mientras por su cabeza pasaban ideas horripilantes. El aire frío de la noche entraba por la ventana y le erizaba el vello de la nuca. El pelo peinado hacia la derecha ondeaba ligeramente, y bajo la chaqueta a juego con el pantalón azul oscuro el niño temblaba de frío y miedo. Tal como salió, su mayordomo volvió a entrar y observó la escena. A su amo comenzó a temblarle la mano derecha y empezó a moverla de modo que la punta apuntara hacia su estómago. Velozmente, el mayordomo se acercó y se la quitó de la mano.
—No debería jugar con estas cosas, mi señor—ni siquiera lo miró. Limpió la hoja con un pañuelo y, tras volverlo a guardar en uno de sus bolsillos, salió de la habitación—. Ah, por cierto. Hay un hombre que desea verle. Está esperando en el vestíbulo, haga el favor de recibirle.
Tras eso, el buen hombre cerró la puerta. El niño tembló de rabia y le dio una patada a una silla, tirándola al suelo y haciéndose daño en la punta del pie derecho. Salió de la habitación dando un portazo y recorrió los pasillos de camino al vestíbulo.

Largo como él solo, el pasillo tenía el suelo cubierto por una larga alfombra roja con bordes dorados y plateados que iba a juego con la barandilla que protegía a los caminantes de caer hacia la planta baja. El joven amo bajó por las escaleras de prisa, deslizando suavemente la mano por la madera de cedro barnizada. Cuando llegó abajo, se encaminó hacia el vestíbulo, decorado tan ominosamente como el resto de la casa. Una lámpara de araña de cristales de múltiples colores colgaba del techo a varios metros de las cabezas de los allí presentes, que eran un sirviente que le quitaba el abrigo al señor y el propio señor, además del joven amo cuando llegó allí.
—¿Qué se le ofrece, señor?
—¡Vaya! ¡Qué niño más adorable! Necesito hablar con tu hermano mayor. ¿Sabes dónde está?
—Yo no tengo hermanos. Soy el único heredero de la familia Wïrts. ¿Qué es lo que quiere?
—Oh... ¿Entonces tú eres el chico que controla las mentes...?—el hombre acercó el rostro al jovencito.
—¿...Quién es usted?
—Mi nombre es Todo. He venido a ofrecerte un trato.
—¿Cuál?
—Venir conmigo y unirte a mis filas a cambio de todo aquello que puedas imaginar. Necesito tu poder para vencer a mi enemigo...
—¡Sí!
—¡Bien! Oh, espera, ¿y ese entusiasmo?
—¡Sí, sí, sí!—el niño daba saltos de alegría—¡Por fin voy a poder salir de aquí!
—¿Qué te pasa, chaval?
—Estoy harto de este sitio, del lujo, del dinero, de los sirvientes acosándome sin parar. Necesito irme de aquí. Quiero salir de la cárcel en la que me han metido. Ni siquiera quiero que me pague por ayudarle, sólo quiero que me aparte de toda esta basura que me obligan a soportar.
—Bien, bueno... Entonces coge lo que necesites y vámonos.
—¡Bien! ¡Iré a hacer mi maleta!
—¡Oh, si es por ropa no te preocupes! Puedo darte nueva.
—No es por la ropa, es por algunas cosas que no quiero dejar aquí... Como mi juego de ajedrez.
—Ah, de acuerdo entonces. Ve.

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